(…)
Fuímonos, por fin, al circo
de la diversión, que era un gran corral, en el que estaban formados unos
cómodos tabladitos. Sentámonos el padre vicario y yo juntos, y entretuvimos la
tarde mirando herrar los becerros, y ganado caballar y mular que había.
Mas advertí que los
espectadores no manifestaban tanta complacencia cuando señalaban a los animales
con el fuego, como cuando se toreaban los becerrillos o se jineteaban los
potros, y mucho más cuando un torete tiraba a un muchacho de aquéllos, o un
muleto desprendía a otro de sobre sí; porque entonces eran desmedidas las
risadas, por más que el golpeado inspirara la compasión con la aflicción que se
pintaba en su semblante.
Yo, como hasta entonces no
había presenciado semejante escena, no podía menos que conmoverme al ver a un
pobre que se levantaba rengueando de entre las patas de una mula o las astas de
un novillo. En aquel momento sólo consideraba el dolor que sentiría aquel
infeliz, y esta genial compasión no me permitía reír cuando todos reventaban a
caquinos.
El juicioso vicario, que
¡ojalá hubiera sido mi mentor toda la vida!, advirtió mi seriedad y silencio, y
leyéndome el corazón me dijo:
-¿Usted ha visto toros en
México alguna vez?
-No señor - le contesté-,
ahora es la primera ocasión que veo esta clase de diversiones, que consisten en
hacer daño a los pobres animales, y exponerse los hombres a recibir los golpes
de la venganza de aquéllos, la que juzgo se merecen bien por su maldita
inclinación y barbarie.
-Así es, amiguito - me dijo
el vicario-; y se conoce que usted no ha visto cosas peores. ¿Qué dijera usted
si viera las corridas de toros que se hacen en las capitales, especialmente en
las fiestas que llaman Reales? Todo lo que usted ve en éstas son
frutas y pan pintado; lo más que aquí sucede es que los toretes suelen dar sus
revolcadillas a estos muchachos, y los potros y mulas sus caídas, en las que
ordinariamente quedan molidos y estropeados los jinetes; mas no heridos o
muertos como sucede en aquellas fiestas públicas de las ciudades que dije;
porque allí, como se torean toros escogidos por feroces, y están puntales, es
muy frecuente ver los intestinos de los caballos enredados en sus astas,
hombres gravemente lastimados y algunos muertos.
-Padre - le dije yo-, ¿y
así exponen los racionales sus vidas para sacrificarlas en las armas enojadas de
una fiera? ¿Y así concurren todos de tropel a divertirse con ver derramar la
sangre de los brutos, y tal vez de sus semejantes?
-Así sucede -me contestó el
vicario-, y sucederá siempre en los dominios de España, hasta que no se olvide
esta costumbre tan repugnante a la naturaleza, como a la ilustración del siglo
en que vivimos.
(…)
José
Joaquín Fernández de Lizardi
Escritor Mexicano
(1776-1827)
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