Por: Marcel Coderch
Ingeniero
y Escritor
MADRID • 14 DE ABRIL DE 2011
Hasta bien entrado el siglo XVII, en Europa se
utilizaba la expresión "cisne negro"
cuando alguien quería referirse a una imposibilidad lógica o física, basándose
en la creencia generalizada de que todos los cisnes eran blancos. En 1697, sin
embargo, un explorador holandés descubrió que en Australia había cisnes negros
y esta expresión, recientemente popularizada por el filósofo y financiero de
origen libanés Nassim Nicholas Taleb, pasó a utilizarse para calificar
cualquier idea o acontecimiento que durante mucho tiempo había sido tenido poco
menos que por imposible pero que de repente un día se materializa. La teoría
del cisne negro de Taleb se aplica pues a acontecimientos inesperados, que
quedan fuera de las expectativas normales, ya sea en el ámbito científico,
histórico, financiero o tecnológico, y que tienen un enorme impacto porque
trastocan ideas básicas del tan admirado como discutible sentido común.
La tesis del libro de Taleb (El cisne negro: el
impacto de lo altamente improbable, Paidós, 2008) es que las consecuencias
de estos acontecimientos muy poco probables son enormes; que por lo general
están infravaloradas; y que, en realidad, no son tan improbables como pensamos,
ya que al tratarse de acontecimientos poco comunes no disponemos de suficientes
observaciones para estimar su probabilidad con cierta precisión. También nos
explica Taleb que los humanos hemos desarrollado mecanismos psicológicos de
defensa frente a la incertidumbre que sesgan nuestro raciocinio, haciendo que
evitemos imaginar y prever aquello que no deseamos que ocurra. Todo ello nos
aleja de la racionalidad a la hora de entender, prever y actuar en relación a
estos fenómenos.
Sería difícil encontrar un ejemplo actual más apropiado de lo
que es un cisne negro que el del desastre nuclear de Fukushima.
De siempre hemos sabido que la tecnología nuclear es
intrínsecamente peligrosa porque supone la generación de enormes cantidades de
elementos radiactivos que la naturaleza se había encargado de ir desintegrando
a lo largo de centenares de millones de años.
Cuando surgió la especie humana ya solo quedaban en
el planeta unos pocos elementos radiactivos de larga vida, como el uranio 235,
que siguen calentando el subsuelo y cuyas radiaciones llegan a la superficie en
forma de una pequeña radiactividad ambiental inevitable. Con el desarrollo de
la energía nuclear, sin embargo, lo que hacemos es concentrar en un reactor
este remanente de radiactividad de forma que, además de energía, generamos
todo tipo de elementos altamente radiactivos que ya no existían en la
naturaleza y que se mantendrán radiotóxicos durante decenas de miles de
años.
Si todo va bien, son lo que denominamos
"residuos nucleares", a los que todavía no hemos encontrado acomodo;
y si las cosas se tuercen, como ocurrió en Chernóbil y ahora en Fukushima, los
desperdigamos por la atmósfera, el mar, la tierra y las aguas subterráneas,
incrementando de esta forma y hasta niveles muy peligrosos la radiactividad
ambiental.
Fue precisamente uno de los padres de la energía
nuclear, el físico italiano Enrico Fermi, quien primero expresó sus
dudas al dejar dicho que "al
producir energía con la fisión nuclear estamos creando radiactividad a una
escala sin precedentes y de la que no tenemos experiencia alguna, por lo que
veremos si la sociedad aceptará una tecnología que produce tanta radiactividad".
Durante mucho tiempo, los partidarios de esta tecnología han intentado
convencernos de que debemos aceptarla en virtud de lo que Alvin Weinberg, otro
de sus padres, llamó "el pacto fáustico nuclear": la promesa de un
futuro con energía barata y abundante a cambio de un riesgo radiactivo asumible.
Y para que aceptáramos el pacto, nos aseguraron que construirían las centrales
nucleares de forma que no sufriríamos las peores consecuencias de su
radiactividad. Incluso se atrevieron a cuantificar esta seguridad, afirmando
que la probabilidad de un accidente grave, con fusión del núcleo y liberación
radiactiva al exterior, como en Fukushima, sería de un accidente cada 100.000
años-reactor; o lo que es lo mismo, uno cada 200 años para un parque mundial de
reactores similar al actual, o cada 100 años si lo dobláramos.
Cuando los accidentes fueron sucediéndose con una
frecuencia muy superior, las explicaciones eran cada vez más sofisticadas pero
la conclusión siempre era la misma: hemos aprendido la lección y no volverá a
suceder. Un claro ejemplo de lo que Taleb llama la falacia narrativa, una
interpretación retrospectiva del cisne negro vivido que supuestamente reduce
incertidumbres futuras. De hecho, hasta hace bien poco nos aseguraban que
"otro Chernóbil es imposible"
porque, decían, aquello fue consecuencia de una tecnología anticuada y de un
sistema político y económico fallido. Y sin embargo está ocurriendo, a cámara
lenta, en Japón, hasta hace poco la segunda economía mundial, y con tecnología
norteamericana. Aquello que no podía ocurrir ha ocurrido, violando una vez
más el pacto fáustico nuclear.
Pero es que, además, tampoco se ha cumplido la
segunda parte de este pacto: la energía nuclear ni es abundante ni es
barata, y menos va a serlo después de Fukushima. Hoy se concentra en cinco
o seis países que representan más del 75% de una producción nuclear mundial que
cubre menos del 3% de la energía final que consume la humanidad, y no
parece que la situación vaya a cambiar mucho en las próximas décadas. Y en el
aspecto económico, las recientes construcciones de Olkiluoto en Finlandia y de
Flamanville en Francia no hacen sino repetir la experiencia del primer ciclo de
construcciones nucleares: la incapacidad de la industria nuclear de cumplir con
sus plazos y presupuestos. Por si fuera poco, las nuevas exigencias que se
derivarán de lo ocurrido en Japón incrementarán de nuevo los costes, y muy
probablemente pongan en cuestión el alargamiento de la vida de muchas centrales
actuales; una prolongación por otra parte imprescindible si se quiere evitar el
declive precipitado e irreversible de la energía nuclear.
La Unión Europea ha anunciado que va a recomendar la
realización de pruebas de resistencia en todas las centrales europeas para
determinar cuáles de ellas podrían resistir una agresión como la sufrida por
los reactores de Fukushima, y clausurar las que no satisfagan los nuevos
requisitos de seguridad. Está por ver cuáles serán estos nuevos requisitos,
pero la propuesta francesa de excluir de estas pruebas las amenazas derivadas
de actos terroristas y ataques aéreos a lo 11-S no parece razonable, ya que de
lo que se trata es de que las centrales puedan sobrevivir a cualquier incidente
que las prive de suministro eléctrico externo, puesto que esa ha sido la
circunstancia que ha desencadenado el grave accidente de Fukushima.
Claro está
que el llamado station blackout no forma parte de los sucesos
contemplados en el diseño base de ninguna de las centrales actualmente en
funcionamiento, y que prepararlas para tal eventualidad puede suponer
inversiones muy importantes, algo que al parecer los franceses quieren evitar
por la cuenta que les trae.
Las promesas de energía nuclear abundante, barata y
segura quedan hoy más lejanas que nunca, al tiempo que vamos conociendo la
realidad de las consecuencias personales, económicas y medioambientales de un
accidente grave en un país industrializado, todo lo cual invalida ambas
contrapartidas del pacto fáustico que nos propuso Alvin Weinberg. De hecho, los
hay que nunca creyeron las promesas de la industria nuclear y, entre ellos, en
lugar prominente, están quienes precisamente son especialistas en valorar
riesgos: las compañías de seguros. Siempre se han negado a cubrir la
responsabilidad civil de una central nuclear, con lo que nos hemos visto
obligados a promulgar leyes que eximen a las eléctricas de esta
responsabilidad, más allá de cantidades que, como podremos comprobar en Japón,
son simbólicas.
A las compañías de seguros no les gustan las nucleares y es
fácil comprobarlo leyendo cualquier póliza que tengan a mano. Verán que la
letra pequeña dice: "Excluidos los
riesgos por accidentes nucleares". Las consecuencias de los cisnes
negros nucleares las tendremos pues que pagar de nuestros bolsillos o, lo que
es peor, con nuestra salud, y por ello ha llegado el momento de hacerle caso al
comisario europeo de la Energía, Günther Ottinger, y plantearnos cómo Europa
podría cubrir sus necesidades energéticas futuras sin contar con la energía
nuclear. No ya solo porque así lo prefiramos muchos, sino porque probablemente
no tengamos más remedio.
Marcel
Coderch, es autor con Núria Almirón de El espejismo
nuclear. Los libros del lince, 2008.
Fuente:
El País
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