Por: Jan Martínez Ahrens
MADRID • 1 DE AGOSTO DE 2010
La cosa se llama "la
fiesta". Lo digo así, de primeras, para destacar el hecho de que en la
mayor parte de España matar causando un enorme sufrimiento a un bovino sea una
actividad lúdica autorizada. Esto ya bastaría para sorprenderse. Pero más
alarmante resulta aún que la decisión de prohibir esta práctica tomada por un
Parlamento democrático, tras un buen debate y una total transparencia en el
voto, haya sacado a la luz banderas españolas de las más ocultas cavernas y
resucitado argumentos aún más cavernarios.
A tanto se ha llegado, que de la
lectura de algunos escritos se concluye que el toro bravo acude a la plaza
feliz y contento porque va a recibir la muerte tras un completo ejercicio de
autorrealización a base de puya, banderilla y espada. O dicho de un modo más
elaborado: son muchos quienes consideran que tratar bien a un toro de lidia
consiste precisamente en lidiarlo. Aunque en principio parezca delirante, el
argumento se ha convertido en el alma del debate. Veámoslo con detenimiento.
Los protaurinos niegan el
maltrato animal y sostienen que como el toro bravo no es fruto de la evolución
sino del designio humano, bueno y moral es hacer lo que nos plazca con él, es
decir, tratarlo de forma acorde al fin para el que fue creado, en este caso, morir
en la plaza. Eso significa para ellos tratarlo bien.
El problema radica (aparte
de lo mal que suena decir que se trata bien a un cerdo cuando se le degüella)
en que con este principio queda autorizada cualquier aberración contra los
animales con tal de que se ajuste a un proyecto nuestro. Algo que quizá sea
aceptable en términos de investigación médica o mera supervivencia (siempre que
no haya alternativa razonable), pero que en actividades lúdicas es
perfectamente criticable si generan dolor y muerte. Hablando en plata, el
dominio sobre un ser vivo, no nos autoriza a hacer lo que nos venga en gana con
él. Existen límites.
El segundo gran argumento protaurino deriva directamente
del anterior. Dado que podemos hacer lo que nos dé la gana con los animales
creados ex profeso, ¿cómo osa un Parlamento limitar nuestra libertad? La
respuesta es simple: porque a eso se dedican los parlamentos. Prohíben,
autorizan e imponen condiciones, sobre todo, en asuntos tan próximos como los
espectáculos públicos.
La idea de que las cámaras parlamentarias no son quienes
para prohibir usos y costumbres, y que su función debe limitarse a garantizar
su continuidad, so pena de convertirse en una especie de dictadores de la
moral, resulta fácilmente desmontable aplicado al caso de los toros. Primero
por su inconsistencia lógica, porque criticando el prohibicionismo impone otro
aún mayor, como es el de prohibir a los parlamentos prohibir. Y segundo, porque
si damos por buena la premisa de que vetando los toros se ataca la diversidad
de usos y costumbres de un país, también lo tendríamos que hacer cuando se
prohíbe fumar en el trabajo o conducir a 180 kilómetros por hora, por muchos y
concienzudos defensores que avalen e incluso tengan como tradición la
conducción temeraria o llenar de humo la sala donde trabaja una compañera
embarazada.
Aunque, visto lo visto, me temo que a muchos esto también les
parecerá inquisitorial. jahrens@elpais.es
Fuente: El País
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