MEDELLÍN • 6 DE OCTUBRE DE 2010
Hay quienes creen que es
un absurdo atribuirle estados de consciencia a seres sin lenguaje, y una
extrapolación indebida concederle a un animal la facultad de padecer infelicidad,
sufrimiento o dolor. Según esta doctrina, las
manifestaciones de aparente dolor de un ser que carezca de un “yo” propio,
cuando chilla, brama o aúlla, no serían más prueba de aflicción que el grito de
una tetera que “gime de dolor cuando el agua hirviente la escalda”.
Como todas las
experiencias mentales subjetivas, el sufrimiento y el dolor son qualias
incognoscibles a menos que se experimenten en carne propia. Resulta difícil,
sin embargo, creer que se necesite un alto grado de consciencia para que se
pueda hablar de verdadero dolor. Hasta Kaspar Hauser, el personaje bestial de
Herzog, que creció encadenado en lo profundo de un sótano oscuro, sin lenguaje
ni contacto con nada humano, derrama dos lágrimas tras una mueca muda cuando
intenta atrapar entre sus dedos la llama de una vela encendida. Y aunque sea
imposible imaginar lo que siente una pequeña mariposa cuando le arrancamos un
ala, o lo que padece el toro cuando le desgarran los tejidos con la puya, es
sensato suponer que un sistema nervioso complejo es todo lo que necesita el
animal para poder experimentar emociones subjetivas similares al dolor humano.
Un error frecuente cuando
se discute si los animales realmente sienten dolor, es creer que es suficiente
poseer terminales nerviosas para poder experimentarlo. Se olvida que se
requiere un cerebro complejo capaz de convertir el impulso sensorial objetivo
en una vivencia emocional subjetiva. En los humanos, por ejemplo, se presenta
una extraña condición causada por daños en la corteza insular conocida como
“asimbolia del dolor”, en la cual los sujetos sienten dolor pero no les
incomoda. Inclusive pueden llegar a reír en situaciones en las que una persona
normal daría alaridos. En el extremo opuesto está el dolor neuropático, una
extraña sensación virtual que no va asociada a ninguna causa exterior. O la
“memoria del dolor”, una dolencia crónica inexplicable que se presenta aunque
la causa original del dolor haya desaparecido.
Todos los mamíferos
responden de manera parecida a los humanos cuando se encuentran en
circunstancias en las que nosotros sentiríamos dolor: la pupila se dilata,
aumenta la transpiración, se acelera el pulso y se producen espasmos musculares
acompañados de contorsiones. Y al poseer cerebros complejos como los nuestros,
es apenas razonable pensar que puedan realmente experimentarlo. La situación,
sin embargo, no es tan clara en otros seres vivos. Entre los insectos se
presentan casos como el de la mantis religiosa, en que el macho puede copular
por espacio de dos horas mientras es devorado lentamente por la hembra. Quizá
solo algunos insectos con un desarrollo cerebral notable, como las mariposas de
la especie Heliconius charitonia, sean capaces de experimentar dolor pero no
parece existir ningún consenso al respecto.
Aunque los insectos no se
quejen, ni chillen, hay que ser cuidadosos para no caer en otra falacia: creer
que solo existe dolor cuando este se manifiesta externamente de alguna manera.
En los anales de la medicina hay registradas varias historia de verdadero horror
que ocurrieron en la década de 1940 cuando el curare fue confundido con un
anestésico debido a su efecto paralizante. Varios niños fueron operados bajo la
acción del alcaloide, completamente paralizados, y sin que pudieran expresar en
lo más mínimo los pavorosos dolores de una vivisección.
Algo similar podría
ocurrir con el toro durante la corrida. A diferencia de otros animales para los
cuales la comunicación del dolor representa una ventaja adaptativa, el toro,
como muchos otros herbívoros, apenas emite un bramido sordo cuando se lo
maltrata. Si el toro pudiese chillar como lo hace un cerdo apuñalado, es muy
probable que el sanguinario espectáculo de las corridas hubiera resultado
insoportable para la mayoría, y ya habría desaparecido. Pero el suplicio del
toro es mudo, y por tanto engañoso, lo cual ha llevado a que su reacción ante
el tormento se confunda con bravura.
A pesar de las
dificultades epistemológicas que plantea el problema del dolor, es razonable
suponer que los animales superiores también lo experimentan, y que en
consecuencia, someterlos a cualquier forma de maltrato es moralmente
injustificable. Las razones que algunos intelectuales como Fernando Savater han
alegado en defensa del salvaje espectáculo de las corridas reflejan una visión
antropocéntrica y anacrónica del mundo vivo la cual desconoce por completo la
continuidad evolutiva de las especies animales. Esta posición, además de
inmoral, revela una crasa ignorancia científica al suponer que el sufrimiento,
la infelicidad o el dolor son emociones exclusivas de nuestra especie.
Fuente: El Espectador
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