Por: Carolina Sanín
COLOMBIA • 30 DE
ENERO DE 2011
La
primera columna de opinión que escribí para este diario, hace dos años, fue una
defensa de las corridas de toros. Pero antes de meterme de columnista, cuando vivía en España, fantaseaba
con tener acceso por una vez a algún periódico para publicar mi amor por la
tauromaquia y explicar que el foco de ese amor era siempre la bestia, el torero
nunca.
Conservo de la época un cuaderno lleno de comentarios legos sobre faenas
que vi en Bogotá, en Madrid, en Barcelona, en Sevilla, en televisión y en
extenuantes exposiciones de Picasso; de frases de cronistas, versos de Lorca y
pasajes de Chávez Nogales y, sobre todo, de mis teorías peregrinas sobre los
toros. Notaba la miopía de Hemingway, que había visto en el matador a un
hombre ultra viril, y me complacía saber que, por el contrario, el torero
imitaba una imagen de la mujer: travestido, con los testículos desplazados,
aplastados, jugaba con el capote que hacía el papel de falda, azuzaba el feroz
falo, luego daba la espalda —el culo— a la deseada bestia, para enfrentar, con
los brazos levantados, el aplauso de los otros machos de los tendidos, y por
último sacaba el estoque (ole, ¡ella también tenía pene!) y en la aorta del
otro confirmaba el tremendo temor masculino —el tremendo deseo— de la
penetración.
Pero mi interpretación de la
corrida quería escapar al orden simbólico. Yo despreciaba la manida figura de
las tinieblas y la luz, de lo civilizado contra lo salvaje. Si había que seguir
toreando, esto se debía justamente a que la corrida era la única ceremonia de
nuestro tiempo en la que no se pretendía representar sino presentar algo. Y lo
que se presentaba era nuestra experiencia inenarrable de la muerte, y el
anacrónico imperio del sacrificio sobre el consumo.
Admiraba de la corrida la
versión de “faena” que proponía: un trabajo que no producía otra obra que un
cadáver. Me interesaba también la paradoja de la educación que parecía poner en
evidencia: a través de la lidia, el toro, que nunca antes había estado en una
plaza, aprendía a ser toreado; es decir, aprendía a ser lo que hasta entonces
había sido a sus espaldas: un toro de lidia; y justo cuando lo aprendía,
descubría que ese destino de transformarse en sí mismo coincidía con su final a
manos de su maestro.
La autora de este escrito |
Me embelesaba esa usurpadora y fracasada labor creativa
que tenía lugar en domingo, el día en que el Creador descansa: con la lidia, el
torero hacía un animal, pero sólo podía hacerlo muerto. Me intrigaba además el
escenario circular, con su telón reversible —la muleta— que se descorría una y
otra y otra vez, indiferenciaba los ámbitos del espectáculo y el espectador, y
sugería así una crítica del teatro. Veía en la corrida la búsqueda de la
amistad imposible entre hombre y animal.
Todo eso.
Pero un día vi que lo
único que me inspiraba era el epílogo: cuando las mulas sacaban del ruedo el
toro muerto; ese momento en que ellas y él estaban solos en su funeral
inexistente. Al rato, aparecieron los perros en mi vida: Sadie, Julio, Lucy,
Cosme, Damián, Dorita y Dalia, y aprendí a verlos vivir. Empecé a mirar los
gozques que rondan en Bogotá la sede de la Academia de la Lengua, los caballos
de tiro de los cartoneros, que, hacia las dos de la madrugada, pastan sin
carreta en los separadores de las avenidas de mi barrio, y los animales
olvidados que arrastró la ola invernal. Leí a Elizabeth Costello.
No tengo
argumentos intrincados para opinar que las corridas deben acabarse. Baste con
decir que creo haberme dado cuenta de que la compasión por los animales es el
único signo de evolución que mi generación ha visto. Y por una obstinada
confianza en el espíritu humano, me despido de los toros. Sin teoría literaria,
pero, ahora sí, con amor constante.
Fuente: El Espectador
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