Por: José Ramón Blázquez
Consultor de Comunicación
ESPAÑA. • 1 DE AGOSTO DE 2010
LA histórica e irreprochable
decisión del Parlament de Catalunya de abolir las corridas de toros a partir
del 1 de enero de 2012, marca un hito en el debate ético y social sobre la
excepcionalidad de este tipo de festejos y apela al resto de países donde
continúan celebrándose a moverse en la misma dirección o cuando menos a dar
cauce a una polémica serena y resolutiva sobre la tauromaquia en la medida que
contradice sus principios cívicos y agrede a una parte, probablemente
mayoritaria, de la población por cuanto implica la tiranía de la tradición mal
entendida sobre la imparable evolución humana.
Lo bueno de la discusión
catalana es que la iniciativa ha seguido un proceso de abajo arriba al margen
del rifirrafe partidista, además de que el desarrollo se ha producido con la
necesaria parsimonia y contado con una amplia participación ciudadana. Toda una
lección democrática.
Visto (con cierta envidia, la
verdad) el debate desde la barrera de Euskadi, llama mucho la atención el furor
de los sentimientos ácratas y hasta sesentayochescos de la derecha
española cuando ésta y sus medios de comunicación cargan con pasión contra el
prohibicionismo y enarbolan la bandera de la libertad para censurar una
decisión avalada por una mayoría pública. Es un nefasto ejemplo democrático, porque
las leyes -todas- están atravesadas por prohibiciones, mermas y sanciones en
aras del progreso de la comunidad.
En el orden democrático la
prohibición es hija de la libertad y hermana de la convivencia, con
lo que su acción afecta, como es un hecho, a casi todo: al tráfico por
carretera (direcciones inadmitidas y limitaciones de velocidad y aparcamiento),
a la iniciativa mercantil, a los movimientos financieros, al fumar en espacios
públicos, a los horarios comerciales, al nivel de ruidos, al nadar en playas
con bandera roja, a la veda de caza y pesca… y a la misma vida, integridad y
prerrogativas propias y ajenas. ¿Y por qué no hemos escuchado ese mismo quejío
libertario en la prohibición del derecho a decidir o la libre concurrencia
electoral en Euskadi?
Ese discurso adolescente contra
la antipática estética del prohibicionismo no es sino impotencia ética ante la
insostenible fiesta taurina, su afrenta al respeto animal y la isla moral de
sus aficionados. Estrictamente, la ley catalana acomete el fin de la
excepcionalidad de las corridas de toros en el ámbito de la protección de los
animales. La fiesta taurina era un raro consentimiento que los ciudadanos han
tolerado demasiado tiempo. También la Ley 6/1993, de Protección de los
Animales, aprobada por el Parlamento Vasco, establece, en su artículo tercero,
esa misma incongruencia sobre los toros y la utilización de irracionales para
la experimentación científica. Y como lo excepcional es necesariamente
provisional, en la madura sociedad catalana los plazos y los privilegios
se han acabado para los festejos taurinos que, por otra parte, venían
perdiendo adeptos hasta la marginalidad desde hace años.
El precedente canario confirma
que estamos ante un proceso creciente e imparable, aunque lento y coaccionado
por los poderes. El debate resuelto en Cataluña y que se ha expandido con
fuerza al resto del Estado tiene como fondo dialéctico la sobrevaloración (y
sublimación) de las tradiciones y el impulso por la sustitución de éstas por
nuevas costumbres que surgen de la transformación de la sociedad.
¿Dónde se pone el límite en la
pervivencia de las tradiciones con carga cultural cuando éstas colisionan con
los nuevos derechos?
Es radicalmente incierto que
toda tradición sea un signo cultural. No existen tradiciones puras,
porque hasta las más arcaicas han experimentado cambios a lo largo de su
historia, como ha ocurrido también en los formatos del toreo. Hay tradiciones
inanes y tradiciones crueles, como hay costumbres que se mantienen
espontáneamente y otras condenadas a sucumbir si no contaran con refuerzos
artificiales. Es el caso de las corridas, sostenidas no sólo por (innegables)
sentimientos populares, pero también próvidamente subvencionadas con dinero
público, lo que muestra su rostro impostado en el ámbito de la cohesión
cultural de la nación española. Tan frágil es ésta que apenas tiene como
denominadores simbólicos el fútbol y los toros. Al margen del debate
identitario, que no es el caso en esta controversia, la fuerza de la
transformación social es ahora muy superior a la herencia tradicional,
ferozmente amortizada por generaciones anteriores. Estamos ante una crisis de
convivencia en la que la fuerza social mayoritaria, después de años de ejemplar
paciencia, ha llegado al hartazgo y exige ahora nuevas normas y un renovado
equilibrio. A los taurinos sólo les queda la opción de reformar su fiesta
(eliminando la tortura y la muerte del animal) o extinguirse como los
dinosaurios.
Es verdad que en el animalismo
y otras corrientes ecologistas que preconizan el final de la tauromaquia hay
contradicciones, como las hay en casi todas los dilemas humanos. Lo que no cabe
es invocar el discurso cínico de las múltiples crueldades existentes para
refutar las sólidas razones de los antitaurinos. Digo lo que he dicho muchas
veces: lo malo no justifica lo peor. Un ladrón de bolsos no puede
ampararse en la conducta de un asaltador de bancos para eludir su
responsabilidad. Y que se prodigue el maltrato a los animales en granjas,
parrillas y ferias de todo pelo no puede dar cobertura ética a la fiesta de los
toros. Todo lo cual no debe ser obstáculo para que la sociedad, al mismo tiempo
que extirpa el mal de la tauromaquia, impida los aborrecibles abusos que las
personas, sin necesidad ni motivo, dispensamos a las criaturas irracionales. Es
una demanda que completa el círculo argumental del ecologismo.
¿Y qué hacemos ahora en
Euskadi?
Es absurdo responder al desafío
moral que nos llega del Parlament con la evasiva de que las realidades vasca y
catalana (¡y la de Kosovo!) son diferentes. Para esa obviedad no se necesita
mucho talento, pero sí abundante cobardía intelectual y escaso compromiso para
hacer frente a un problema que incomoda a propios y extraños. Hay que ver cómo
se escurre la clase dirigente cuando se trata de asuntos transversales. Por
eso, la acción antitaurina en Euskadi tendrá que gestionarse al margen de la
táctica de los partidos, pues la lógica electoral será un impedimento para su avance.
A los colectivos ecologistas, a
su fuerza y buenas maneras, les compete la iniciativa de desarrollar aquí una
vía similar a la exitosa estrategia catalana. Al menos cabe exigir a los
partidos que no estorben y que, llegado el momento del ejercicio de la
iniciativa legislativa popular, estén a la altura de su país, no enreden con
apelaciones identitarias de uno u otro signo y procedan a confirmar en la
legalidad lo que, según parece, más allá de cocheritos y vistalegres,
pasodobles y clarines, es un clamor en la mayoría de la sociedad vasca.
Fuente: DEIA.com
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