martes, 23 de octubre de 2012

Los Toros de la Moneda de Orippo (fragmento)



TOMADO DEL LIBRO “ESPAÑA NERVIO A NERVIO” (1963)

Su vigor es su orgullo. Ama la luz porque la lleva en las venas. ¿Qué cosa es su sangre sino aquellas luces purpúreas de los atardeceres y de las auroras?
El sol que le calienta parece menos ardiente que él. En ciertos instantes sus orejas se mueven aunque nada motivó su alarma, al parecer.
¿Nada?... ¿Imaginará su coraje que bien pudiera algo arrancarle su libertad?
Pronto se calma el toro. Cree en él, seguro anda de que su fuerza respondería íntegra. ¿Quién, por otra parte, tendría placer en hacerle daño?
Y acostado a su modo, las cortas patas delanteras dobladas de graciosa forma, torpe, contempla la vasta dehesa, aspira sus olores bravos, que tienen mucho de él mismo.
Y si otros como él mugen allá lejos, él muge también con bramido sobrio, roncamente. No le importa que nadie sepa que existe; a nadie, como el león, quiere aturdir; es que su voz robusta le ofrece, el placer de su sangre vibrante, de su vigor presto.
A nadie amenaza. Más ese bramido en la soledad dice que costaría bien caro gozarse en privarle de la ilusión de sentirse tan fuerte.
*  *  *  *  *
Pero unos hombres por hacer negocios, te metieron con engaños ruines en un cubil angosto y negro. Perdiste la libertad y la noche se hizo, a la par que en tus ojos, bravo toro, en tu noble corazón.
De pronto, cierta mala tarde, el cubil se abrió delante de tus ojos. Era un boquete extraño, por donde entraba un chorro de luz. La luz es la libertad. Hirvió la sangre buscando a su amiga, y arrancaste hacia ella. ¿La luz?... ¡Oh, no, bravo toro, la muerte!
Veinte veces mil hombres, amparados de todo peligro, contemplan tu asombro, saciándose en tu rabia no sé qué escondidas envidias de no ser como tú. Aquellos hombres habían dado por verte enfurecido cantidades grandes de dinero que es en ellos fruto de trabajo difícil. Tú en el centro de tu prisión circular gruñías tu ira justa, lanzando a los ijares, temblorosos, surtidores de arena.
Al principio nadie se acercó. Si tuvieras voz como tienes alma, les dirías que es cobarde quitar la libertad y gozar de la rabia que el querer recobrarla produce. Rugió tu indignación, bravo toro. Eras solo. Eran ellos miles y miles, alineados en docenas de círculos de piedra, que iban a morir al ruedo trazando una talanquera fatal para ti. Buscabas la salida.
Y un fantoche montado en escuálida bestia, como tú mártir, te quiso impedir fueras libre. ¡Ah, eso no! Arrojándote sobre ellos cayeron con estrépito. Sentiste fuerte dolor en horquilla de tus brazuelos; pero en tus cuernos goteaba la sangre de la bestia y el moharracho.
Viste ante tu pujanza un bulto luminoso que parecía un hombre. Adornado de lentejuelas y caireles de oro, como un anfodarca de opereta bufa, movía, incitándote agresivo, su magra masa colorida. ¿Qué quería de ti el pretencioso bestiario? Preciso era verlo.
Volaste hacia él sin miedo. Podía ser la muerte; pero ¿no eres tú el animal que prefiere la muerte a la servidumbre? El pelele luminoso giró sobre los huesos de sus caderas, y tú rompiste la carrera inexorable derrotando en el vacío; los vuelos de un trapo teñido con los vómitos de una raza decrépita te habían engañado.
La vergüenza del luchador noble te hizo revolver y atacar de nuevo; pero otra vez tu noble cabeza dio un formidable hachazo al viento. Lucha cobarde. No, así no se combate.
Entonces, ya rehecho a pesar del dolor tremendo de las vértebras de la cerviz, conociste la miseria del enemigo y fuiste a él como un rayo. El hombre tembló y huyó de ti, bravo bicho.
Corría bien el hombre vestido de marioneta. Gritaba la muchedumbre, doblemente cobarde en su miedo ruin. Le alcanzaste. Aquel hombre, casi descalzo para librarse pronto, quiso poner entre tu justicia y su majeza un ridículo obstáculo de madera. De acero fuese y no se librara. Hundió el testuz aquella masa y cedieron la madera y la carne. Las astillas de la valla se tiñeron con la sangre del bestiario.
Sin embargo, bravo toro, el engaño indigno del hombre pudo más que el valor de tu raza. Te pincharon cien veces y la sangre roja, tan roja, caía por tus lomos, embelleciendo tu martirio.
Te dolían las vértebras de correr casi siempre en ramas de espiral, en trayectorias de parábolas cortas; cuando descansabas, ¡oh qué estertor el de tu cuerpo! La plebe ponía en tu belleza sangrienta y firme sus ojos innobles, y los varones de los tendidos envidiaban tus oscilantes trofeos de macho.
Sonó un metálico pataleo. Cegaba el sol. Vociferaba el populacho. Pedían tu muerte, vencer con ella la bravura que les irritaba aunque mintieran alabarla. La envidia de tu poderío les escarbaba en la nuca. Y avanzó el verdugo.
¿Iba solo?... No, toro bravo; no. Iba con él toda una raza que ha caído de muy alto, y en el pecho del pálido bestiario, la imagen del oro, del amor y de la fama, con que esa raza paga a los que la divierten, explotaba como chispa de motor.
Muchas veces lograste, bravo toro, imponerte al verdugo, diestro en engañar; más la muerte te sorprendió. Velaba el hombre y cuando pudo, hundió el estoque en la aorta hasta el puño. Viste la tempestad de gloria. El pueblo se miraba imbécil en el cromo vil del lidiador, y orgulloso de tu vencimiento, glorificaba su propia impotencia.
¿Caíste? No. Pudo ver el pueblo que eras digno de ti mismo. Oscilabas sobre tus patas tensas en la rigidez de la muerte. No querías morir así; así no se muere. Hubieras dicho si tu lengua fuera como la nuestra: “Así no se mata”
Entretanto, una música desacorde envilecía más la borrachera cruel de la canalla. Y cuando muerto te volvías al cubil, te aplaudieron. El pueblo, que vitoreaba al hombre máscara, verdugo tuyo, hizo salvas en honor de tu sangre también.
Bufa latinidad…


Eugenio Noel
Escritor y periodista español
(1885 - 1936)


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