Estuvimos
en Izamal por diciembre. El día 8 se celebra el festival de Nuestra Señora de
Izamal. Hay una gran feria a la que concurren no sólo los mercaderes de
Yucatán, sino también los de los estados vecinos. Asisten, como en los viejos
tiempos, si no para presentar sus respetos ante el altar de la Virgen, sí para
adorar al de Mercurio. La gente va hacia allá para prosternarse ante la imagen
de la Virgen y para pasarse tres días tan felizmente como se pueda. Por la
mañana se organizan procesiones al altar de Nuestra Señora. La misa se celebra
a las once en punto. De la iglesia la congregación marcha directamente a la
corrida.
Una
corrida en Yucatán no es como las de España. Quienes erigen el redondel son los
sirvientes de las principales familias del pueblo. Se trata de una palizada
doble con tinglados que sostienen cobertizos de hojas de palma y que se dividen
en palcos. Los espectadores llevan sus propias sillas. Lo mejor y lo peor del
poblado, grandes y chicos, concurren a la fiesta. Contados
hombres (quizá ninguno) se dedican al estudio de la tauromaquia. Muchos acceden
al ruedo perfectamente ignaros de las reglas que pueden utilizar para escapar
de la furia del animal.
Era usanza entre los antiguos de Yucatán ofrendar a los
dioses sus vidas a cambio de algún beneficio recibido. Esa costumbre todavía se
practica sin reservas entre los indios, salvo que ya no incluye el sacrificio
humano. Si un indio desea alguna cosa en particular, la solicita a su santo
patrón. Para demostrarle su gratitud, puede prometer, en recompensa,
enfrentarse al toro, permanecer ebrio por cierto número de días, o llevar a cabo
alguna temeraria hazaña. Pero como lo ignora todo sobre el arte del toreo,
entrar en el ruedo y confrontar al animal constituye para él una muerte segura
como el ser flechado, tal cual se hacía con las voluntarias víctimas de los
viejos tiempos.
En una ocasión protesté cuando un indio se disponía a entrar en
el ruedo, pero la única respuesta que obtuve ante mis protestas y razonamientos
fue: "In promesa, Colel" (Es mi promesa, señora). Nada lo hizo mudar
de decisión: cumplió con su promesa y fue sacado herido de muerte. Durante la
corrida ocupan el ruedo seis o más indios que entran a pie. Algunos jóvenes de
la ciudad, ansiosos de demostrar su maestría como jinetes, hacen su entrada
sobre sus cabalgaduras. Quienes entran al redondel caminando están provistos de
una vara de alrededor de tres pies de longitud con una afilada punta de acero
como la de las flechas, que llaman rejón. Otros llevan solamente un costal de
henequén a manera de escudo contra el toro. Y en verdad que en ocasiones se
ostentan tan valientes que apenas logran burlar a la muerte.
Cuando los
espectadores se hastían del combate del hombre con la bestia, llaman a los
rejoneros 12. Los toreros se apartan y los rejoneros, es decir, los que empuñan
las lanzas, entran en acción. Su misión es golpear al toro en la nuca y
ultimarlo. Si el golpe es contundente, el animal queda muerto en el acto, lo
que no suele ocurrir. Dos o tres hombres acosan a la bestia al mismo tiempo y
la golpean: la sangre mana a borbotones a cada nueva estocada. El primer golpe
la enfurece y se torna asaz peligrosa con sus hostigadores, pero la pérdida de
sangre la debilita rápidamente hasta volverla casi inofensiva. Entonces llegan
los jinetes con sus sogas y se la llevan a rastras y enseguida traen a otra.
Estallan los voladores, la gente aplaude, la banda toca y un payaso hace cuanto
puede para divertir a la audiencia durante el intermedio. Si un toro se resiste
a combatir, le son amarradas muchas cuerdas al cuerpo y le atan cohetes en la
cola, en la cabeza y sobre los lomos. Esto incomoda a la pobre bestia que salta
y hace explotar los cohetes 13. Si de nuevo rehúsa el combate, lo expulsan del
ruedo como a un cobarde que no vale la pena sacrificar 14.
Tales son las
corridas en algunos pueblos de Yucatán.
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Notas
al Pie
12 (Sic).
13 "(...) el
cuarto será jineteado, mientras el jinete permanezca montado lo capearan los
toreadores de rejón, y después de capeado seguirán los banderilleros a
prenderle banderillas siendo la última de fuego que prenderá una bomba la cual
montará al toro". Así reza un anuncio aparecido en La Aurora del 17
de julio de 1852. En su famoso Viaje a Yucatán (1841-42), John L.
Stephens, el primer cronista taurino en la historia de Yucatán, alude in
extenso (Tomo I, cap. II, tomo II, cap. VI) a ese desalmado pasatiempo.
14 "(...) pero
después de algunos golpes de lanza, echóse a tierra el toro, e indignados los
espectadores de que no mostrase más deseos de luchar, gritaron: ¡saca esa
vaca!". (ibídem), tomo I, cap. II).
Fuente:
Biblioteca Digital de
la Uady
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