viernes, 28 de diciembre de 2012

Se acabó la fiesta



Por: José Ramón Blázquez
Consultor de Comunicación
ESPAÑA. •  1 DE AGOSTO DE 2010
LA histórica e irreprochable decisión del Parlament de Catalunya de abolir las corridas de toros a partir del 1 de enero de 2012, marca un hito en el debate ético y social sobre la excepcionalidad de este tipo de festejos y apela al resto de países donde continúan celebrándose a moverse en la misma dirección o cuando menos a dar cauce a una polémica serena y resolutiva sobre la tauromaquia en la medida que contradice sus principios cívicos y agrede a una parte, probablemente mayoritaria, de la población por cuanto implica la tiranía de la tradición mal entendida sobre la imparable evolución humana.
Lo bueno de la discusión catalana es que la iniciativa ha seguido un proceso de abajo arriba al margen del rifirrafe partidista, además de que el desarrollo se ha producido con la necesaria parsimonia y contado con una amplia participación ciudadana. Toda una lección democrática.
Visto (con cierta envidia, la verdad) el debate desde la barrera de Euskadi, llama mucho la atención el furor de los sentimientos ácratas y hasta sesentayochescos de la derecha española cuando ésta y sus medios de comunicación cargan con pasión contra el prohibicionismo y enarbolan la bandera de la libertad para censurar una decisión avalada por una mayoría pública. Es un nefasto ejemplo democrático, porque las leyes -todas- están atravesadas por prohibiciones, mermas y sanciones en aras del progreso de la comunidad.
En el orden democrático la prohibición es hija de la libertad y hermana de la convivencia, con lo que su acción afecta, como es un hecho, a casi todo: al tráfico por carretera (direcciones inadmitidas y limitaciones de velocidad y aparcamiento), a la iniciativa mercantil, a los movimientos financieros, al fumar en espacios públicos, a los horarios comerciales, al nivel de ruidos, al nadar en playas con bandera roja, a la veda de caza y pesca… y a la misma vida, integridad y prerrogativas propias y ajenas. ¿Y por qué no hemos escuchado ese mismo quejío libertario en la prohibición del derecho a decidir o la libre concurrencia electoral en Euskadi?
Ese discurso adolescente contra la antipática estética del prohibicionismo no es sino impotencia ética ante la insostenible fiesta taurina, su afrenta al respeto animal y la isla moral de sus aficionados. Estrictamente, la ley catalana acomete el fin de la excepcionalidad de las corridas de toros en el ámbito de la protección de los animales. La fiesta taurina era un raro consentimiento que los ciudadanos han tolerado demasiado tiempo. También la Ley 6/1993, de Protección de los Animales, aprobada por el Parlamento Vasco, establece, en su artículo tercero, esa misma incongruencia sobre los toros y la utilización de irracionales para la experimentación científica. Y como lo excepcional es necesariamente provisional, en la madura sociedad catalana los plazos y los privilegios se han acabado para los festejos taurinos que, por otra parte, venían perdiendo adeptos hasta la marginalidad desde hace años.
El precedente canario confirma que estamos ante un proceso creciente e imparable, aunque lento y coaccionado por los poderes. El debate resuelto en Cataluña y que se ha expandido con fuerza al resto del Estado tiene como fondo dialéctico la sobrevaloración (y sublimación) de las tradiciones y el impulso por la sustitución de éstas por nuevas costumbres que surgen de la transformación de la sociedad.
¿Dónde se pone el límite en la pervivencia de las tradiciones con carga cultural cuando éstas colisionan con los nuevos derechos?
Es radicalmente incierto que toda tradición sea un signo cultural. No existen tradiciones puras, porque hasta las más arcaicas han experimentado cambios a lo largo de su historia, como ha ocurrido también en los formatos del toreo. Hay tradiciones inanes y tradiciones crueles, como hay costumbres que se mantienen espontáneamente y otras condenadas a sucumbir si no contaran con refuerzos artificiales. Es el caso de las corridas, sostenidas no sólo por (innegables) sentimientos populares, pero también próvidamente subvencionadas con dinero público, lo que muestra su rostro impostado en el ámbito de la cohesión cultural de la nación española. Tan frágil es ésta que apenas tiene como denominadores simbólicos el fútbol y los toros. Al margen del debate identitario, que no es el caso en esta controversia, la fuerza de la transformación social es ahora muy superior a la herencia tradicional, ferozmente amortizada por generaciones anteriores. Estamos ante una crisis de convivencia en la que la fuerza social mayoritaria, después de años de ejemplar paciencia, ha llegado al hartazgo y exige ahora nuevas normas y un renovado equilibrio. A los taurinos sólo les queda la opción de reformar su fiesta (eliminando la tortura y la muerte del animal) o extinguirse como los dinosaurios.
Es verdad que en el animalismo y otras corrientes ecologistas que preconizan el final de la tauromaquia hay contradicciones, como las hay en casi todas los dilemas humanos. Lo que no cabe es invocar el discurso cínico de las múltiples crueldades existentes para refutar las sólidas razones de los antitaurinos. Digo lo que he dicho muchas veces: lo malo no justifica lo peor. Un ladrón de bolsos no puede ampararse en la conducta de un asaltador de bancos para eludir su responsabilidad. Y que se prodigue el maltrato a los animales en granjas, parrillas y ferias de todo pelo no puede dar cobertura ética a la fiesta de los toros. Todo lo cual no debe ser obstáculo para que la sociedad, al mismo tiempo que extirpa el mal de la tauromaquia, impida los aborrecibles abusos que las personas, sin necesidad ni motivo, dispensamos a las criaturas irracionales. Es una demanda que completa el círculo argumental del ecologismo.
¿Y qué hacemos ahora en Euskadi?
Es absurdo responder al desafío moral que nos llega del Parlament con la evasiva de que las realidades vasca y catalana (¡y la de Kosovo!) son diferentes. Para esa obviedad no se necesita mucho talento, pero sí abundante cobardía intelectual y escaso compromiso para hacer frente a un problema que incomoda a propios y extraños. Hay que ver cómo se escurre la clase dirigente cuando se trata de asuntos transversales. Por eso, la acción antitaurina en Euskadi tendrá que gestionarse al margen de la táctica de los partidos, pues la lógica electoral será un impedimento para su avance.
A los colectivos ecologistas, a su fuerza y buenas maneras, les compete la iniciativa de desarrollar aquí una vía similar a la exitosa estrategia catalana. Al menos cabe exigir a los partidos que no estorben y que, llegado el momento del ejercicio de la iniciativa legislativa popular, estén a la altura de su país, no enreden con apelaciones identitarias de uno u otro signo y procedan a confirmar en la legalidad lo que, según parece, más allá de cocheritos y vistalegres, pasodobles y clarines, es un clamor en la mayoría de la sociedad vasca.
Fuente: DEIA.com

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