jueves, 6 de diciembre de 2012

Las turbulentas Corridas de Toros en Yucatán en 1873


Estuvimos en Izamal por diciembre. El día 8 se celebra el festival de Nuestra Señora de Izamal. Hay una gran feria a la que concurren no sólo los mercaderes de Yucatán, sino también los de los estados vecinos. Asisten, como en los viejos tiempos, si no para presentar sus respetos ante el altar de la Virgen, sí para adorar al de Mercurio. La gente va hacia allá para prosternarse ante la imagen de la Virgen y para pasarse tres días tan felizmente como se pueda. Por la mañana se organizan procesiones al altar de Nuestra Señora. La misa se celebra a las once en punto. De la iglesia la congregación marcha directamente a la corrida.
Una corrida en Yucatán no es como las de España. Quienes erigen el redondel son los sirvientes de las principales familias del pueblo. Se trata de una palizada doble con tinglados que sostienen cobertizos de hojas de palma y que se dividen en palcos. Los espectadores llevan sus propias sillas. Lo mejor y lo peor del poblado, grandes y chicos, concurren a la fiesta. Contados hombres (quizá ninguno) se dedican al estudio de la tauromaquia. Muchos acceden al ruedo perfectamente ignaros de las reglas que pueden utilizar para escapar de la furia del animal. 
Era usanza entre los antiguos de Yucatán ofrendar a los dioses sus vidas a cambio de algún beneficio recibido. Esa costumbre todavía se practica sin reservas entre los indios, salvo que ya no incluye el sacrificio humano. Si un indio desea alguna cosa en particular, la solicita a su santo patrón. Para demostrarle su gratitud, puede prometer, en recompensa, enfrentarse al toro, permanecer ebrio por cierto número de días, o llevar a cabo alguna temeraria hazaña. Pero como lo ignora todo sobre el arte del toreo, entrar en el ruedo y confrontar al animal constituye para él una muerte segura como el ser flechado, tal cual se hacía con las voluntarias víctimas de los viejos tiempos. 
En una ocasión protesté cuando un indio se disponía a entrar en el ruedo, pero la única respuesta que obtuve ante mis protestas y razonamientos fue: "In promesa, Colel" (Es mi promesa, señora). Nada lo hizo mudar de decisión: cumplió con su promesa y fue sacado herido de muerte. Durante la corrida ocupan el ruedo seis o más indios que entran a pie. Algunos jóvenes de la ciudad, ansiosos de demostrar su maestría como jinetes, hacen su entrada sobre sus cabalgaduras. Quienes entran al redondel caminando están provistos de una vara de alrededor de tres pies de longitud con una afilada punta de acero como la de las flechas, que llaman rejón. Otros llevan solamente un costal de henequén a manera de escudo contra el toro. Y en verdad que en ocasiones se ostentan tan valientes que apenas logran burlar a la muerte. 
Cuando los espectadores se hastían del combate del hombre con la bestia, llaman a los rejoneros 12. Los toreros se apartan y los rejoneros, es decir, los que empuñan las lanzas, entran en acción. Su misión es golpear al toro en la nuca y ultimarlo. Si el golpe es contundente, el animal queda muerto en el acto, lo que no suele ocurrir. Dos o tres hombres acosan a la bestia al mismo tiempo y la golpean: la sangre mana a borbotones a cada nueva estocada. El primer golpe la enfurece y se torna asaz peligrosa con sus hostigadores, pero la pérdida de sangre la debilita rápidamente hasta volverla casi inofensiva. Entonces llegan los jinetes con sus sogas y se la llevan a rastras y enseguida traen a otra. Estallan los voladores, la gente aplaude, la banda toca y un payaso hace cuanto puede para divertir a la audiencia durante el intermedio. Si un toro se resiste a combatir, le son amarradas muchas cuerdas al cuerpo y le atan cohetes en la cola, en la cabeza y sobre los lomos. Esto incomoda a la pobre bestia que salta y hace explotar los cohetes 13. Si de nuevo rehúsa el combate, lo expulsan del ruedo como a un cobarde que no vale la pena sacrificar 14
Tales son las corridas en algunos pueblos de Yucatán. 
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Notas al Pie
12 (Sic).
13 "(...) el cuarto será jineteado, mientras el jinete permanezca montado lo capearan los toreadores de rejón, y después de capeado seguirán los banderilleros a prenderle banderillas siendo la última de fuego que prenderá una bomba la cual montará al toro". Así reza un anuncio aparecido en La Aurora del 17 de julio de 1852. En su famoso Viaje a Yucatán (1841-42), John L. Stephens, el primer cronista taurino en la historia de Yucatán, alude in extenso (Tomo I, cap. II, tomo II, cap. VI) a ese desalmado pasatiempo.
14 "(...) pero después de algunos golpes de lanza, echóse a tierra el toro, e indignados los espectadores de que no mostrase más deseos de luchar, gritaron: ¡saca esa vaca!". (ibídem), tomo I, cap. II).



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