Por: Diego
Jiménez
ESPAÑA • 11
DE SEPTIEMBRE DE 2009
A lo
largo de este verano, un total de seis personas han perdido la vida por su
participación en los encierros taurinos que salpican la geografía española. El
dramatismo que acompaña estas noticias, en la medida que toda pérdida de una
vida humana es siempre lamentable, no debería ocultar, empero, la repugnancia
que, como habitantes de un país civilizado de Europa, deberíamos sentir ante la
persistencia de fiestas basadas en el maltrato a un animal.
Las
corridas de toros y otras manifestaciones festeras que tienen a este animal
como víctima (los encierros y el ‘bou al
carrer’ y el ‘bou embolat’ de
muchas localidades del País Valenciano) exteriorizan el gusto atávico del
español por la barbarie y el desprecio a la dignidad y la vida de un ser
aparentemente inferior. Además de los llamados festejos taurinos, otros hechos
no menos deleznables, que tienen como protagonista a algún animal, se prodigan
por nuestro país: la cabra lanzada desde lo alto de un campanario en un pueblo
de Zamora, las peleas de gallos y perros, el abandono de las mascotas
domésticas cuando nos vamos de vacaciones, el sacrificio de tantos y tantos
perros galgos una vez que acaban su vida útil…
Pero
hay un ‘espectáculo’ vomitivo, cuestionado cada vez más por organizaciones
ecologistas y personas con cierta sensibilidad: el del Toro de la Vega, festejo
que se desarrolla a primeros de septiembre en la localidad de Tordesillas
(Valladolid). Este año la víctima es un toro de la afamada ganadería de Victorino Martín, elegido, dicen, por
su porte y brío.
La “fiesta” consiste en soltar al animal, empujándolo a las
afueras de la población a un lugar convenientemente alejado de la misma, para
allí, a campo abierto –según dicen para darle al pobre bicho la posibilidad de
defenderse-, alancearlo hasta que dobla sus patas y cae al suelo, donde es
rematado por un puntillero. Fiesta que, no cabe duda, podemos definirla como el
“torneo de la vergüenza”. Esta otra definición del festejo que hace la
escritora Rosa Montero nos puede dar más pistas que nos
inviten a la reflexión:
“Esta aterradora diversión consiste en que una horda de energúmenos se dedican a acosar y alancear a un toro hasta la muerte de una manera lenta y sádica. Cientos de tipejos persiguen, pinchan y atraviesan al animal con lanzas de verdad (con hojas de 33 cm. de longitud) o incluso improvisadas, cuchillos de cocina atados a palos de escoba, instrumentos de martirio confeccionados alegremente en el hogar para tajarle las entrañas al pobre bicho; no hay nada mejor que enseñarle a los propios hijos a ser verdugos, compartir el suplicio de un ser vivo sin duda une mucho y la familia que tortura unida permanece unida”.
Que
sigan produciéndose festejos como los relatados arriba cabe atribuirlo a la
responsabilidad directa de alcaldes, presidentes de diputación y autonómicos e,
incluso, del presidente del Gobierno de una Nación que se dice civilizada. Vean
un muestrario de opiniones contrarias a la llamada tauromaquia y al maltrato
animal que deberían removernos las conciencias.
“Las
corridas de toros son un vicio de nuestra sangre envenenada desde antiguo”
(Jacinto Benavente).
“El
hombre ha hecho de la tierra un infierno para los animales”
(Schopenhauer).
“La
fiesta nacional es la exaltación máxima de la agresividad humana”
(Dr. F. Rodríguez de la Fuente).
A
primeros de los ochenta del pasado siglo, aprovechando la estancia de mi
hermano mayor en Utrecht (Holanda) por motivos laborales (era uno de los muchos
españoles de la emigración), giré una visita por carretera a ese bello país, en
el que permanecí por espacio de quince días. Recuerdo que una de las
recomendaciones que me dio mi hermano para tener en cuenta al llegar a los
Países Bajos fue que evitara el atropellar a una de las muchas palomas que
deambulan por las calles de las ciudades holandesas. Entonces entendí, y ahora
lo entiendo aún más, la distancia que, en este tema, nos separa de Europa.
Fuente: Diario Tercera
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