Por: Jesús Mosterín
Profesor de Investigación en el Instituto de Filosofía
del CSIC
ESPAÑA • 11 DE MARZO DE 2010
Aquí no tomamos el adjetivo
negro en su sentido cromático habitual (y mucho menos en sentido racial
alguno), sino en el significado peyorativo de siniestro con que hablamos de la
novela negra o de un negro porvenir y que los autores regeneracionistas usaban
para referirse a la España negra como el compendio de nuestras más tenebrosas
tradiciones.
De la palabra latina mores (costumbres) procede nuestro término
moral. El conjunto de las costumbres y normas de un grupo o una tribu
constituye su moral. Cosa muy distinta es la ética, que es el análisis
filosófico y racional de las morales. Mientras la moral puede ser provinciana,
la ética siempre es universal.
Desde un punto de vista ético, lo importante es
determinar si una norma es justificable racionalmente o no; su procedencia
tribal, nacional o religiosa es irrelevante. La justificación ética de una
norma requiere la argumentación en función de principios generales formales,
como la consistencia o la universalidad, o materiales, como la evitación del
dolor innecesario. Desde luego, lo que no justifica éticamente nada es que algo
sea tradicional.
Algunos parecen incapaces de quitarse sus orejeras tribales a
la hora de considerar el final del maltrato público de los toros. No les
importa la lógica ni la ética, el sufrimiento ni la crueldad, sino sólo el
origen de la costumbre. La crueldad procedente de la propia tribu sería
aceptable, pero no la ajena. En cualquier caso, y contra lo que algunos
suponen, ni las corridas de toros son específicamente españolas ni los
correbous (o encierros) son específicamente catalanes. De hecho, ambas
salvajadas se practicaban en otros países de Europa, como Inglaterra, antes de
que la Ilustración condujera a su abolición a principios del siglo XIX.
Siempre resulta sospechoso que
una práctica aborrecida en casi todo el mundo sea defendida en unos pocos
países con el único argumento de ser tradicional en ellos. Aparte de España,
las corridas se mantienen sobre todo en México y Colombia, dos de los países
más violentos del mundo. Otros países más suaves de Latinoamérica, como Chile,
Argentina o Brasil, hace tiempo que las abolieron. Las normas más respetables
suelen ser universales. Todo el mundo está de acuerdo en que no se debe matar
al vecino, ni mutilar a la vecina, ni quemar el bosque, ni asaltar al viajero.
Por desgracia, en muchos sitios hay costumbres locales crueles, sangrientas e
injustificables, aunque no por ello menos tradicionales. De hecho, todas las
salvajadas son tradicionales allí donde se practican.
Los que escribimos y
polemizamos contra la práctica abominable de la ablación del clítoris de las
adolescentes en varios países africanos recibimos con frecuencia la réplica de
que nuestra crítica es inadecuada e incluso colonialista, pues no tiene en
cuenta que se trata de prácticas tradicionales de esos pueblos y que las
tradiciones no se pueden criticar. Obviamente, las corridas de toros no tienen
nada que ver con la ablación del clítoris, ni son comparables con ella; sin
embargo, los defensores de ambas prácticas usan de modo similar el argumento de
la tradición para justificarlas. La única moraleja es metodológica: la
tradición no justifica nada.
Los españoles no tenemos un gen
de la crueldad del que carezcan los ingleses; la diferencia es cultural. En
España siguen celebrándose encierros y corridas de toros, pero no en Inglaterra
(donde hace dos siglos eran frecuentes), pues los ingleses pasaron por el
proceso de racionalización de las ideas y suavización de las costumbres
conocido como la Ilustración. Aquí apenas hubo Ilustración ni pensamiento
científico, ético y político modernos. Muchos de nuestros actuales déficits
culturales proceden de esa carencia.
A los enemigos de los toros, es decir, a
los defensores de las corridas, una vez gastados los cartuchos mojados de las
excusas analfabetas, como que el toro no sufre, sólo les quedan dos argumentos:
que las corridas son tradicionales y que su abolición atentaría contra la
libertad. Ya hemos visto que la tradición no es justificación de nada. La
tortura pública y atroz de animales inocentes (y además rumiantes, los más
miedosos, huidizos y pacíficos de todos) es una salvajada injustificable, y
como tal es tenida por la inmensa mayoría de la gente y de los filósofos,
científicos, veterinarios y juristas de todo el mundo.
Cuando, en el Parlamento de
Cataluña, Jorge Wagensberg mostraba uno a uno los instrumentos de tortura de la
tauromaquia, desde la divisa hasta el estoque, pasando por la garrocha del
picador y las banderillas, y preguntaba: "¿Cree usted que esto no duele?",
un escalofrío recorría el espinazo de los asistentes.
Queda el argumento de la
libertad, basado en la incomprensión del concepto y en la ausencia de cultura
liberal. La libertad que han propugnado los pensadores liberales es la de las
transacciones voluntarias entre seres humanos adultos: dos humanos adultos
pueden interaccionar entre ellos como quieran, mientras la interacción sea
voluntaria por ambas partes y no agredan a terceros. Ni la Iglesia ni el Estado
ni ninguna otra instancia pueden interferir en dichas transacciones
voluntarias.
Ningún liberal ha defendido un presunto derecho a maltratar y
torturar a criaturas indefensas. De hecho, los países que más han contribuido a
desarrollar la idea de la libertad, como Inglaterra, han sido los primeros que han
abolido los encierros y las corridas de toros. Curiosamente, y es un síntoma de
nuestro atraso, la misma discusión que estamos teniendo ahora en España y sobre
todo en Cataluña ya se tuvo en Gran Bretaña hace 200 años. Los padres del
liberalismo tomaron partido inequívoco contra la crueldad. Ya entonces, frente
al burdo sofisma de que, puesto que los caballos o los toros no hablan ni
piensan en términos abstractos se los puede torturar impunemente, el gran
jurista y filósofo liberal Jeremy Bentham señalaba que la pregunta éticamente
relevante no es si pueden hablar o pensar, sino si pueden sufrir.
En vez de
crear el partido liberal moderno del que carecemos y de formular una política
económica alternativa a la del Gobierno, los dirigentes del Partido Popular se
ponen a correr hacia atrás, se enfundan la montera y el capote, pontifican que
el mal cultural de las corridas de toros es un bien cultural e invocan las
esencias de la España negra para tratar de arañar un par de votos, sin darse
cuenta de que a la larga pueden perder muchos más con semejante actitud.
Esperanza Aguirre cita a Goya en primer lugar de sus referencias culturales
favorables a la tauromaquia. Lo mismo podría haber acusado a Goya de estar a
favor de los fusilamientos, pues también los pintaba. No le vendría mal repasar
los grabados de Goya sobre la tauromaquia para encontrar la más demoledora de
las críticas a esa práctica.
Las series negras de los disparates, los desastres
de la guerra y la tauromaquia nos presentan el más crítico y descarnado retrato
de la España negra, un mundo sórdido, oscuro e irracional de violencia y
crueldad, habitado por chulos, toreros, verdugos, borrachos e inquisidores.
Goya se fue acercando a las posiciones de los ilustrados, como Jovellanos,
partidarios de la abolición de los espectáculos taurinos. Y si acabó
exiliándose a Francia y viviendo en Burdeos fue por su incompatibilidad con el
régimen absolutista ("¡vivan las cadenas!") de Fernando VII, enemigo
de la inteligencia, restaurador de la censura y la Inquisición, creador de las
escuelas taurinas y gran promotor de las corridas de toros.
Fuente: El País
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