Por: Alejandro Vázquez Cárdenas
MICHOACAN • 16 DE FEBRERO DE 2010
El zoólogo y etólogo inglés
Desmond Morris escribió en el año de 1967 un libro que ha resultado tener
vigencia indefinida: El mono desnudo. Sus datos y argumentos continúan tan
vigentes como cuando fueron escritos y su estudio es conveniente para quien
desee comprender y adentrarse en la compleja naturaleza humana. El homo sapiens
sapiens (orden: primate. Suborden: antropoide. Especie: homo sapiens) es
producto de una evolución cercana a los dos millones de años, que va desde los
homínidos hasta el Neanderthal y posteriormente al triunfo definitivo del
llamado "hombre moderno".
¿Qué nos distingue de los actuales simios,
aparte de la notoria falta de pelo?; muchas cosas, pero sobre todo nuestro
cerebro, no solamente porque es más grande, sino por sus funciones. La compleja
mente humana, con su inteligencia, su personalidad, su permanente curiosidad,
su capacidad de aprender, de elaborar teorías y de buscar continuamente la
superación y no conformarse con la repetición rutinaria, año tras año, siglo
tras siglo, de algo que más o menos funciona, acción que nos llevaría a un
callejón cultural sin salida, como lo están diversas etnias actualmente (México
incluido).
Nuestro cerebro ha adquirido
estas funciones "superiores" en los últimos miles de años de su
evolución; son relativamente recientes y están localizadas en la parte más
nueva del cerebro humano, su corteza. Debajo, agazapadas y apenas cubiertas por
nuestra inteligencia se encuentran las estructuras que nos igualan a los
simios, y más profundamente funciones verdaderamente de reptil.
Es conocida la facilidad con que pueden
emerger los instintos más primitivos ante la menor provocación, saltando por
sobre todas las estructuras superiores de cultura y educación, así sean éstas
muy completas. Por esto, aunque nos resulte difícil de aceptar, y
contrariamente a la popular idea que pretende vincular la violencia a una
deficiencia educativa, cultural y económica, es perfectamente posible la
coexistencia de una inteligencia y cultura amplias, incluso refinadas, con las
peores muestras del salvajismo y crueldad.
Debido a lo anterior, podemos
comprender, que no justificar, el gusto de algunos humanos por espectáculos
sangrientos y que previsiblemente terminan con la muerte de un ser viviente,
espectáculos que se caracterizan por su violencia, sangre y destrucción,
algunos de ellos matizados de un discutible barniz de "arte" para
disfrazar su verdadera naturaleza. Dentro de esta categoría entran las corridas
de toros, peleas de perros, de gallos, cacería, boxeo, etcétera. Sangrientos
espectáculos que estimulan y satisfacen a la parte más primitiva y salvaje de
una persona. Apuntan a las siempre receptivas partes simiescas del cerebro de
un humano, desplazando, así sea transitoriamente, nuestras funciones
superiores.
No hay verdaderas razones para
justificar racionalmente espectáculos salvajes como los mencionados. Pensar en
el toreo como "arte" y que semejante espectáculo debe preservarse
como "tradición" es francamente demencial, es querer enlazar la
cultura del siglo XXI con los sacrificios rituales en la civilización minoica
de hace más de dos mil años, sólo que ahora realizados por un individuo vestido
con un ridículo traje de colores, con diseño y adornos femeninos al cual le
dicen "matador".
El diseño taurino no escatima lujos. El traje de
luces lleva enganchadas más lentejuelas que el de una tonadillera; los adornos
de la parte superior están bordados en oro y plata, como si fuera un traje de
novia. El pantaloncillo ajustado hasta la pantorrilla es definitivamente
grotesco en ellos pues, por mera anatomía, lo lucen mejor las
"matadoras"; las medias suelen ser rosas y como remate unas
alpargatas del mismo estilo que unos zapatos de mujer. Si a esto se le agrega
un andar ondulante el resultado es una drag queen.
Espectáculo sangriento y
brutal para satisfacción de la parte animal de nuestro cerebro, para colmo
basado en un engaño pues es conocido el régimen de tortura y deterioro a que es
sometido el toro en las horas previas a la corrida; deshidratación, cuernos
"afeitados", traumatismos diversos que llegan a las fracturas
costales para que el "matador" tenga el mínimo posible de riesgo.
A
la cacería con armas de fuego se le puede calificar de lo que se nos ocurra,
menos de deporte, pues enfrentarse a un animal, sea el que sea, armado con un
rifle, muestra el mismo valor que golpear a una persona en silla de ruedas.
Iguales y otros más incómodos razonamientos aplican en los casos de las degradantes
e ilegales peleas de perros y otras similares. En fin, los humanos, como
productos de una inacabada evolución, aún tenemos mucho qué aprender y qué
superar.
Fuente: Revista Cambio
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