Por:
Jorge Ramos
Periodista y Escritor
MADRID •
15 de julio de 2011
El toro sabe que está a punto de morir. Le quedan segundos de vida. Lo
han arrinconado. A cada lado tiene un torero ondeándole el capote, su cola pega
contra los maderos del corral de la plaza y frente a él está el rejoneador,
quien se ha bajado del caballo, y tiene su espada lista para matar. Por algo se
llama rejón de muerte.
Un chorro de sangre, producto de tres banderillas y un rejón de castigo
mal colocado, le rueda por su torso. Más de 500 kilos de furia han quedado
reducidos a un amasijo de músculos lacerados y un par de ojos aterrados. El
toro se está desangrando y tropieza sin caer. Pero el matador no lo dejara
morir así. Quiere volverle a clavar la espada, tras la nuca, y derrotarlo. Prueba
una vez más y falla. El toro no cae. Trata de nuevo y el toro se derrumba sobre
su espalda, con las cuatro patas al aire. El mediocre matador sube ambos brazos
y el mentón, esperando el aplauso de miles de espectadores que pagaron hasta
100 dólares por boletos para ver la tortura y asesinato de seis toros. No
recibe mucho. Algunos aplausos cortos y secos.
Sale por un lado del ruedo, cabizbajo. Sabe que lo hizo mal. Aún así, quien
murió es el toro, no él. Lo que habla de la gigantesca desventaja en la
corrida: un mal matador vive, un buen toro muere.
Mientras tres caballos
arrastran el toro muerto, uno de sus cuernos deja un largo surco sobre la
arena. Un grupo de hombres arroja arena sobre la sangre derramada, como si trataran
de maquillar una cicatriz. Son casi las ocho de la noche pero el sol no se
quiere enterrar en Madrid. La mitad del público de la plaza se quema
irremediablemente a pesar de los sombreros y abanicos con que se cubre. La
corrida apenas ha comenzado; cinco toros más serán lidiados antes de que la
tarde haya terminado.
Durante una visita reciente a Madrid, mi hijo, de 12 años, me pidió que
fuéramos a ver una corrida. Yo tenía mis dudas, pero él insistió y era absurdo
ocultarle lo que puede ver en su laptop en YouTube. Esa tarde no había corrida
de toros, era rejoneo, una corrida en la que el rejoneador, montado a caballo,
incita, esquiva, y evita una y otra vez la embestida del toro. Clava las
banderillas en el lomo del animal, y finalmente lo mata, preferiblemente
montado.
Tengo que reconocer que tiene su gracia y talento esta danza de la
muerte, aunque el resultado es totalmente predecible: El toro siempre muere. Y
si sus largos cuernos ponen en peligro la vida del hombre o del caballo, tres
toreros con capas color rosa entran corriendo al rescate. El primer rejoneador
de la tarde fue patético. Los otros dos, en cambio, fueron bastante mejores en
el arte de matar. Acercaron peligrosamente sus aterrados caballos al toro sin
que recibieran un solo rasguño, y ejecutaron el lance final, el rejón de la
muerte, desde su caballo, no a pie. Uno de ellos, incluso, recibió una ovación
y una oreja en premio por su faena.
Mientras veíamos la corrida, el horror en los ojos de mi hijo, tras la
muerte del primer toro, se fue transformando en una cansada resignación. Tras
el cuarto toro nos salimos. Habíamos visto suficiente. La lección había quedado
sellada con sangre; hay gente que mata por gusto.
Desde luego, podemos
argumentar que esta masacre forma parte de una centenaria tradición cultural
muy ligada a la historia del país que visitamos. Pero, al final de cuentas,
pagamos por ir a ver matar animales.
Reconozco un cierto grado de hipocresía al criticar la llamada fiesta
brava y, al mismo tiempo, comer carne, usar zapatos de cuero y tener una
hermosa chaqueta argentina. Mi absurda justificación: siento que no ver como
matan a la vaca que me como y que me viste me distancia y exonera de su brutal
ejecución (aunque yo sea su beneficiario final).
Hay, sin embargo, algo fuera
de lugar y moralmente condenable en convertir la muerte de un animal en
espectáculo, y en aplaudir el sadismo contra los animales, como lo hace el
público en las corridas. Al ser testigo de esa muerte soy, también, su
cómplice. Estoy seguro, aunque no tengo como medirlo, que quienes hacen daño a
los animales son también más propensos a la violencia contra otros seres
humanos.
Confieso que vi morir cuatro toros, despiadada y lentamente, y que no
hice nada para evitarlo. Jorge.Ramos@nytimes.com
Fuente: Univisión
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