Por: Pablo Abitbol
COLOMBIA | 20 DE ENERO DE 2014
Antes de seguir leyendo
recuerde el dolor… o pínchese levemente para recordarlo.
Ahí está nuestra
animalidad: sentimos dolor para reaccionar rápidamente ante aquello que lo
cause y para aprender a evitarlo en el futuro; así sobrevivimos todos los seres
que no somos plantas, hongos o bacterias. Todos los seres capaces de sentir
dolor estamos profundamente conectados, todos sabemos lo terrible que es el
dolor y buscamos evitarlo a toda costa. En esto, todos los animales somos
iguales.
Los animales también
compartimos muchas otras cosas. Nuestra capacidad para sentir dolor, reaccionar
y aprender a evitarlo, está basada en la posesión de un sistema nervioso que, a
medida que se hace más grande y complejo —desde las microestructuras de los
insectos hasta los cerebros de nosotros, los mamíferos— produce otros fenómenos
de creciente complejidad como la percepción, la memoria, la previsión, la
empatía y la conciencia. Toda persona que se precie de conocer —y amar— a los
animales lo sabe; y la ciencia lo confirma. Todos los demás animales comparten
otra cosa: así como evitan el dolor, evitan causar dolor innecesariamente.
Por eso es extrañamente
perturbador que el ser humano sea el único animal que tiene la capacidad de
disfrutar el dolor de otros seres. Causamos dolor intencionalmente, para
satisfacer sin pudor el sadismo que solo caracteriza a esta especie, o para
obtener beneficios y placeres innecesarios.
Defender la tauromaquia
es defender el gozo de la crueldad, el sadismo. Permítanme entonces lidiar con
cuatro tipos de excusas que esgrimen como si fueran argumentos válidos quienes
disfrutan de la tauromaquia o quienes no se atreven a asumir una posición ética
activa frente al maltrato animal.
Hay quienes defienden la
tauromaquia porque ella produce un placer, un gozo estético. Y dicen: no es que
el placer estético se derive necesaria o exclusivamente de la humillación, la
tortura y la muerte de un ser vivo, quizás incluso no solo del dudoso “arte”
del torero y de la emoción de la lucha entre el hombre y la bestia, sino de las
manifestaciones artísticas y festivas que engalanan la corrida: la música, los
trajes de luces, el vino, el jolgorio. Pero todo ello, en todo caso, gira en
torno a la humillación, la tortura y la muerte de un ser vivo que siente dolor
y miedo; imaginen toda la festiva parafernalia del toreo sin la sangre y la
muerte de un toro. Poner el placer estético y la diversión que algunas personas
derivan de la tauromaquia por encima del dolor, el terror y la muerte de un ser
vivo no es más que intentar excusar su inherente sadismo.
Otros “argumentan” que si
el toreo desapareciera, desaparecería el toro de lidia como especie. Esta
excusa suele ir acompañada de una reflexión que pretende ser compasiva, de alguna
macabra manera: ¿no es preferible para tan magnífico animal ser criado y
consentido en el campo para morir dignamente en franca lid —o, en caso de salir
triunfante, vivir con honores hasta que sobrevenga la vejez y la muerte— en vez
de ser convertido en hamburguesa?
Si el toro de lidia
desapareciera (lo cual no es una consecuencia necesaria de la desaparición de
la tauromaquia, pero supongamos que lo fuera), desaparecería una especie creada
por el ser humano con el único fin de ser torturada lentamente, al son de una
fiesta, hasta morir; el dolor que los humanos causamos en el mundo disminuiría
drásticamente. Lo otro es un falso dilema: en un mundo ético, ningún ser capaz
de preferir tendría por qué decidir entre ser torturado hasta morir en una fiesta
o ser torturado hasta convertirse en hamburguesa; preferiría un mundo que no
planteara ninguna de esas alternativas como únicas opciones de vida.
Un tercer argumento se
refiere a la tauromaquia como tradición o herencia cultural. Hay quienes dicen
que, por eso, no se puede permitir que el toreo desaparezca, y hay quienes
dicen que, por eso, solo se puede esperar que el toreo desaparezca; en ambos
casos, el hecho de que el toreo sea un fenómeno cultural implicaría que no se
puede prohibir (a lo sumo desincentivarlo o demeritarlo para acelerar su
desaparición natural).
Pero, ¿quién dijo que las
tradiciones culturales son sagradas e incontrovertibles? La preservación de la
tauromaquia nos conecta tanto con nuestra herencia e identidad hispanas como
podrían conectarnos con ellas la preservación de la esclavitud, el dominio
colonial y el exterminio de los indígenas. Ser humanos nos permite tomar
decisiones colectivas sobre quiénes queremos ser; ser humanos no nos aprisiona
en aspectos de nuestras identidades que fácilmente podríamos superar si
quisiéramos.
Por último, hay quienes
defienden la tauromaquia “argumentando” que hay activistas antitaurinos que no
son vegetarianos. Pero el hecho de que algunas personas sean incoherentes no
invalida el argumento moral que defienden, solo implica que son incoherentes;
como quienes van a toros y aman a su perro o a su gato.
Fuente: Las 2 Orillas
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