Por: Eduardo Escobar
COLOMBIA • 14 DE ENERO DE 2008
Sus defensores justifican la
barbarie del toreo alegando valores estéticos y espirituales. Sin embargo, la
actividad sanguinaria a veces cae en lo ridículo, empezando por el tono entre
bobalicón, erudito y teológico de los comentaristas radiales. La masa
vociferante, borracha de manzanilla, armada con claveles para halagar al
matarife vestido de luces, suscita en algunos emociones atávicas, que remontan
a los sacrificios de la prehistoria cuando comíamos piojos. Lástima que a veces
uno de los protagonistas del festival, el toro, descargue aguachirles verdosas
sobre los bordados de lentejuelas del torero. O el caballo sus propios
intestinos bajo el lujo del peto de gala.
Aceptemos la belleza de la
injuria de la boñiga del herbívoro martirizado sobre el traje del verdugo -un
gamín huye del hambre exponiéndose a las embestidas pagado por los empresarios
de la desvergüenza con puñados de oro- y la de la paciencia del caballo ciego y
sordo del picador. Pero es inevitable preguntarse si (dice Freud que la cultura
es la suma de las represiones) la civilización que nos enorgullece no invita a
la proscripción de ciertas hermosuras ambiguas, como sembrar de banderillas el
morro de un pariente.
La guerra tiene una ética y una
estética para sus tenebrosos apologistas. Anima escondidas fortalezas, honor,
valor, solidaridad y la grandeza con el adversario. Eso no significa que sea
deseable. Que no sea siempre una puerca desgracia colectiva. El vuelo masivo de
los bombarderos estremeciendo el cielo, el esplendor miserable de las ciudades
incendiadas, el estruendo de la fusilería, el tumulto de los ejércitos
sobrecogen con el poder del arte y los espectáculos naturales. Hablamos del
arte de la guerra. Y dicen que el toreo es un arte.
La literatura escudriñó a veces las emociones en lo
feo. Textos como La carroña, de
Baudelaire, transforman el hervidero de las descomposiciones orgánicas en un
joyel de preciosidades. Y recuerden la diarrea pánica de Sancho Panza la noche
de los batanes. El arte del Bosco dejó testimonios inolvidables de calamidades
históricas. El arte religioso, con sus
cristos convertidos en campos de violetas machacadas, admira en el museo. Pero
la conciencia prohíbe desgarrar al prójimo para exponerlo en una cruz por
motivos estéticos. La belleza hipotética de algunas canalladas no las disculpa.
El toreo es una injusticia flagrante.
Contra la belleza de las
representaciones taurinas de Goya, Picasso, Fernando Botero y la mejor prosa de
Antonio Caballero, por fin estimulante cuando escribe de toros, el toreo es una
actividad a la cual deberíamos renunciar. Llena de
trampas de cobardía que se nos ocultan por pudor: el toro y el caballo son
preparados para la humillación pública. El triunfo del torero es siempre
irrisorio. Recuerdo que el mejor de mis amigos, el poeta Gonzalo Arango, que
vivía cerca de la Plaza de Toros de Bogotá, al oír los alaridos del
circo vecino exultaba con malignidad rara en él, y decía: ganó el toro.
Estoy convencido. Los asistentes a las plazas pagan
por la esperanza siniestra de ver izado el guiñapo de un torero en los cuernos
afilados del cuadrúpedo imponente. Por desgracia, no siempre se les permite
contar a sus descendientes, complacidos y orgullosos, que estaban ahí la tarde
compensatoria cuando el toro ensartó al gran Manolete, al Yiyo, a Cáceres o a
Rincón. Perdedores por una vez en el esfuerzo de convertir en una fiesta el
terror de un pobre mamífero ahogado en sangre. El torturador en traje de calle
es cualquier pendejo como nosotros. El toro lo supera. No necesita disfraz para
revelar su majestad.
Abajo los toreros. Mejor dicho: ¡arriba!...
Es una forma de la caridad del toro transfigurarlos
en inmortales en aras de sus astas. Los toreros retirados invictos se olvidan.
Guardamos memoria de aquellos que son cosidos por la gracia del oficio, con la
aguja de un cuerno, al tapiz histórico de su arte morboso.
Fuente: El Tiempo
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