Por: Helena Cosano
www.helenacosano.es
ESPAÑA | 17 DE SEPTIEMBRE DE 2013
El sábado pasado tuve el
honor de asistir a la manifestación organizada por PACMA (el Partido
Antitaurino contra el Maltrato Animal) contra la celebración de un festejo de
origen medieval, el llamado “Toro de la Vega”, durante el cual un
toro es lanceado hasta la muerte. Que aún existan prácticas de ese tipo, que
sigan siendo legales en nuestro país, demuestra que nuestro derecho positivo
aún tiene un gran trecho que recorrer.
Algunos justifican su
pervivencia alegando que es “arte”. Fue reconfortante constatar cuántas
personalidades del mundo del arte, de la literatura y del espectáculo se
encontraban allí, protestando contra una crueldad que ninguna expresión
artística podría justificar. Allí estaban, al frente de la manifestación, entre
otros muchos, Soledad Puértolas, Rosa Montero, Jesús Chuste, Isabel Camblor,
Marta Entrenómadas, Ruth Toledano, Jorge Magano o la actriz Beatriz Rico.
Demostrando con su apoyo que el mundo de la cultura conoce la diferencia entre
la tortura y el arte.
El arte ha recogido siempre
las pasiones humanas, las más sublimes y las más deleznables, y las ha sabido
transmutar a través de la belleza de la forma. Escenas de caza o de muerte
están ya presentes en las pinturas rupestres; la violencia parece consustancial
a la naturaleza. Y al arte humano. Los actos de altruismo más admirables y las
injusticias más abyectas, la venganza, la traición, así como el heroísmo y los
más magnánimos sacrificios, han sido siempre parte del alma humana, que el arte
expresa y ennoblece. Aristóteles definió en su Poética el concepto de
“catarsis” como “purificación”, y el psicoanálisis lo adaptó al proceso
terapéutico de liberación de los traumas psíquicos.
¿Pero cuál es el límite
de violencia aceptable para que el arte siga siendo arte? Lo interesante de la
cuestión es tal vez que parece obvia, pero que la historia de la cultura
demuestra que no lo es. Así, hoy todos aceptamos unánimemente en nuestro mundo
supuestamente civilizado que representar una tragedia de Shakespeare en la que
se tortura, mutila o asesina, es “arte”. Pero que asesinar, mutilar o torturar
a los actores durante la puesta en escena ya no lo sería, por estéticamente
bella que fuera la ejecución, pues rebasaría una línea roja, no formulada pero
sentida implícitamente por todos los que pertenecen a un mismo medio
cultural.
Y, sin embargo, esa línea
roja es subjetiva y variable. Por ejemplo, en el teatro romano, sí fue habitual
que los actores esclavos pudieran ser torturados, mutilados o asesinados
durante el espectáculo. Y la justificación era evidente: la obra así resultaba
más intensa, más real, más “sublime”. La legislación de la época lo facilitaba
sobremanera: los esclavos no eran “sui iuris”, no eran sujetos de derecho, sino
objeto de él. Como lo son los animales en muchos ordenamientos jurídicos
actuales. La cuestión del estatus de los esclavos a lo largo de la historia
siempre me ha parecido inquietante, pues los esclavos no eran plenamente
humanos, como no lo eran los judíos en el Tercer Reich. Eran “sub-humanos”: es
decir, animales. Objetos que se mueven. Máquinas, como imaginaba Descartes. Y
por lo tanto, quedaban excluidos del mundo del derecho. Y del de la compasión.
La condicionalidad de la
compasión hacia otros seres vivos es de las cuestiones más turbias para un ser
racional. La compasión parece instintiva, “natural”. Y, sin embargo, la
historia demuestra que es aprendida, que depende de múltiples factores, que no
es la misma de un individuo a otro ni de un país a otro, y que puede cambiar
con el viento de las circunstancias.
Creo que nadie en su sano
juicio aceptaría en España un espectáculo en que un niño de nuestra especie
homo sapiens fuera alanceado. Pero en muchos momentos históricos, si el niño
hubiera nacido esclavo, o negro, o judío, u homosexual, o miembro de cualquier
minoría temporalmente despojada de su plena humanidad, entonces, sí hubiera
sido aceptable. Porque, si bien no se hubiera negado que el niño judío o negro
sintiera dolor o, más filosóficamente, si bien incluso se hubiera podido
aceptar su capacidad de sufrimiento, éste era considerado irrelevante.
Como si la compasión no
debiera expresarse hacia seres indignos de ella: no hacia el condenado a
muerte, no hacia el enemigo en una guerra, no hacia el traidor, no hacia la
mujer adúltera o el asesino en serie, o el simple moroso. No, hacia quien fuera
implícitamente, aún de forma pasajera, considerado de una especie inferior. No,
hacia los animales.
En las tradiciones
espirituales más diversas, la “compasión” – que se denomine “amor al prójimo”,
“caridad cristiana”, “piedad”, “Amor”, “misericordia” o “empatía” -- es
uno de los rasgos que demuestran más claramente el grado de “humanidad” de una
persona, su nivel de consciencia, la etapa de desarrollo personal a la que ha
llegado.
Porque lo más sublime en
la especie humana es esa capacidad de conmiseración hacia el débil. De ahí
surgió el derecho, el derecho que impidió que reinara la ley de la selva, la
ley del más fuerte.
El derecho nació como un invento de la humanidad para
proteger al débil que la naturaleza dejaría desamparado. Así, el derecho ha ido
transformado nuestras sociedades en lugares menos crueles. Ha conseguido que en
general el macho humano procure lograr el consentimiento de su hembra antes
aparearse, y no la viole aunque su fuerza física se lo permita y aunque así
ocurra en otras especies. Que se intente proteger a los niños, a los
discapacitados, a los ancianos. A los débiles. Y cuanto más avanzada una
sociedad, mejor protege a los más débiles.
Ese contrarrestar la ley
de la selva y nuestros instintos más básicos a través del derecho, es un
invento típicamente humano, y erige la compasión en el criterio más certero de
la civilización. Como decía Gandhi, la grandeza de una nación se mide en cómo
trata a los más indefensos. A todos los indefensos: sin excluir a ningún ser
vivo del ámbito de la compasión.
En España aún “se
celebran” ciertos espectáculos que dejan atónita a gran parte de la opinión
pública internacional. Se celebran de forma legal, pues el derecho a menudo se
limita a recoger las costumbres en lugar de contribuir a modernizarlas. Parte
de nuestra población los aplaude y defiende con la virulencia con la que nos
aferramos a nuestras pulsiones más bajas. Otros, que son cada vez más
numerosos, se limitan a observar, aterrados ante tan poca “humanidad”. Ante tan
poca compasión. Ante un hecho de barbarie que niega los cimientos de la
civilización.
Lo del Toro de la Vega,
como otros tantos espectáculos de nuestro país, es tan atroz que discutirlo
debería ser innecesario. Que un animal al que se somete a una muerte lenta sea
capaz de sentir dolor, un animal con un sistema nervioso tan parecido al
nuestro, es como negar que los judíos padecieran en los campos de concentración
o que los esclavos fueran capaces de sufrir: es una cuestión tanto
filosóficamente como desde el punto de vista de la biología tan obvia que
carece de interés discutirla.
Lo interesante es la
compasión: ¿por qué no inspira compasión el dolor de ciertos seres vivos? ¿Por
qué una madre de familia ejemplar, que ama a sus hijos por encima de todas las
cosas, entregada, generosa y llena de amor, por qué no siente ni un ápice de
lástima cuando contempla la lenta agonía de un animal? La madre de familia
ejemplar me responde, y en general se contradice a sí misma: Primero me dice
que el animal no sufre. Luego acepta que sí, que tal vez sí sufra, pero ¿qué le
importa eso a ella? No es que sea sádica. Es que el sufrimiento del animal, no
lo “ve”. Ella ve “Arte”. Siente la inmensa energía de las masas, la tensión
eléctrica que recorre su cuerpo, el combate mitológico con “la bestia” frente a
“la inteligencia”, los ideales de valor, los colores y los gritos, música y
rituales, y se siente transportada a un mundo de belleza, de peligro ancestral,
con el sabor de la muerte y la euforia de la vida, un éxtasis en que cree rozar
lo sublime.
Eso es “la tradición”,
que la une a incontables generaciones de humanos valerosos, y su vida adquiere
un nuevo sentido, más grande. Abandona el espectáculo sintiéndose purificada,
como tras una inmensa catarsis. Y vuelve a casa serena y llena de amor, a
ocuparse de sus hijos o acariciar a su perro.
¿Por qué? Simplemente,
porque su empatía se ha dirigido exclusivamente hacia el humano, y en ningún
momento hacia el animal. A eso, Singer lo denomina “especismo”. Al igual que
los jefes de los campos de concentración podían demostrar la crueldad más
inconcebible hacia sus víctimas sin dejar por ello de ser ciudadanos
ejemplares. Simplemente porque, en la especie humana, casi nada es ya
“natural”. Todo se aprende. Todo se pacta. A través de normas escritas o de
costumbres. La compasión se pacta y se aprende. Y cuanto más avanzada una
sociedad, más compasiva se vuelve. Por eso, España tiene aún un largo camino
que recorrer.
Pero en la manifestación
del pasado 14 de septiembre 2013 contra la celebración del “Toro de la Vega”
hubo representantes del mundo de la cultura, intelectuales, escritores,
actores, artistas, y también obreros y gentes de las profesiones más diversas,
jóvenes y mayores, incluso niños --muchos niños, con pancartas en contra de la
tortura, indicando que se cambiarían “por Vulcano”, la víctima de este año.
Fue
una manifestación multitudinaria. Compacta. Conmovedora. Dicen que histórica,
pues nunca se habían expresado tantos ciudadanos en contra de la crueldad. Los medios de
comunicación enjuician tan diversamente lo acontecido que no sabría decir
cuántos éramos: ¿tres mil? ¿veinte mil? Toda suerte de cifras se barajó. Sólo
sé que éramos muchos. Y que fluía una energía poderosa, la energía más poderosa
del mundo, esa que mueve las estrellas y que crea universos, la única capaz de
convertir nuestra sociedad en un lugar mejor: la energía de la compasión.
Fuente: Iberarte
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