Por:
Alejandro Rosas
MEXICO | 18 DE FEBRERO DE 2013
Entre los espectáculos que llenaban las horas de
ocio de los capitalinos en la primera mitad del siglo XIX, los más socorridos
eran aquellos donde estaban involucrados los animales. En enero de 1837 la
gente disfrutó del “espectáculo extraordinario de las pulgas industriosas y
sabias”. El programa no podía ser más llamativo y gracioso:
“Se representará una sala de baile donde se presentarán dos pulgas vestidas de señoras a bailar un vals; al mismo tiempo, otras diez pulgas formarán una orquesta, cada una con su instrumento de un tamaña proporcionado, cuya orquesta será dirigida por otra pulga. Además, las pulgas industriosas se baten a la espada, arrastran coches, cañones, cajas de guerra, un navío de guerra, un elefante llevando sobre su lomo el obelisco de Luxor”.
Por entonces, estos espectáculos producían
verdaderas ganancias ya que la ópera y el teatro habían decaído entre el gusto
popular. Pero a los empresarios no les faltaba imaginación para ganarse la
voluntad del público, no solamente por llevar a la ciudad espectáculos de esa
índole, también las corridas de toros, que continuaban gozando del interés del
público sufrían por momentos importantes y sorprendentes modificaciones.
Al finalizar la década de 1830, los fuegos
artificiales jugaban un importante papel en las corridas, incluso con el
beneplácito de los matadores. En palabras de la marquesa Calderón de la Barca,
el espectáculo era “tan variado como curioso” ya que se les colocaban “unos
cohetones adornados con ondeantes cintas que prendían en las astas del toro, y
hacían que éste, al revolver la testa, se viera envuelto en llamas”.
El 27 de septiembre de 1839, cuando todavía se
conmemoraba la consumación de la Independencia, la plaza de Toros abrió sus
puertas combinar diversos espectáculos. En la arena se representó el Triunfo de
la Independencia, donde un grupo de españoles tenía cautiva a la América que
era liberada por los mexicanos en “una vistosa lucha”. Al terminar esa
representación, un toro tigre fue lidiado por los mexicanos que habían
participado en el combate, “picándolo en caballos en pelo y dándole muerte con
una macana de fuego”. El evento concluyó con actos de un equilibrista que se
hacía acompañar con dos niñas de diez años de edad.
El 14 de marzo de 1852, la gente volvió a llenar la
plaza de toros de San Pablo para presenciar un evento que parecía propio de la
antigua Roma cuando el coliseo se manchaba con la sangre de los gladiadores. En
aquella ocasión, los toreros no fueron los protagonistas del espectáculo, ni
mostraron sus dotes en el ruedo. Desde días antes, la empresa se había
encargado de repartir volantes por toda la ciudad para que la gente asistiera
al esperado combate entre un oso de California y un toro de Guatimapé.
Este tipo de espectáculos eran ajenos al teatro, a
la ópera o a los conciertos que llamó poderosamente la atención de la sociedad.
El evento, sin embargo, no terminó bien. Ambos animales fueron encadenados. Un
extremo de la cadena pendía del pescuezo del oso y el otro estaba asido a la
pata del toro. Así fueron llevados a la arena donde debían combatir hasta que
uno de los dos muriera. Sin embargo, ante la furia de las bestias que peleaban
entre sí, pero también intentaban liberarse, de pronto se acercaron demasiado
al público hiriendo de gravedad a dos personas; una de ellas con tremenda
herida en la cabeza falleció al día siguiente. El otro perdió la mano.
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