ESPAÑA • 26 DE MAYO DE 2010
Casi atropello a un perro en el
viaducto de Fontecha, en la Autovía de la Plata, en la provincia de León, en
una reciente mañana de mayo, con 33º de temperatura exterior. Vi el volantazo
del coche que me precedía, di mi propio volantazo, esquivé por un pelo al
infeliz, pero tuve tiempo de ver su cara, los ojos de aquel setter condenado a
muerte inminente, en medio de la calzada, aguardando el fatal despiste de otro
conductor o el golpe de calor definitivo que lo acabase, como su lengua ansiosa
mostraba. Por ello, porque mal duermo desde entonces con la imagen de ese
perro, en ese instante tan fugaz como permanente va a ser para mí, no quiero
largarles un rollo sobre la bondad canina. Quiero hablarles del Mal.
No es fácil matar a un perro
abandonándolo en una autovía. Es muy complicado.
Requiere planificación, conjura
familiar, alevosía, decisión para el crimen, ausencia total de escrúpulos,
cobardía infinita, amoralidad más que inmoralidad, desprecio por la vida de ese
animal y de los animales humanos que, como yo, estuvimos en un tris de comernos
la barandilla del puente y quedar allí secos.
Requiere ser malo de una pieza,
requiere estar poseído por el Mal.
Me gustaría que imaginasen la
escena: un canalla decide que su animal estorba, que molesta, que ya no sirve.
Hay que eliminarlo. No hay valor para darle matarile cara a cara, ni tiempo
para acogerlo en una perrera. Entonces, logrado el acuerdo de su familia y de
sus allegados (que no preguntarán qué ha sido del perro, que mirarán para el
lado de los cómplices silenciosos del verdugo), el grandísimo miserable decide
exponerlo a una muerte segura.
Pero no es fácil: hay que
subirlo al coche con engaños (los perros olfatean las catástrofes); hay que
ponerse al volante consciente de lo que se va a hacer; hay que estacionar el
vehículo; bajar a quien tantas veces nos dio lametones de cariño, a quien
aguardaba nuestra llegada a casa como la gran fiesta del día; escapar raudo; no
mirar por el retrovisor; pararse a tomar una cervecita, quizá con unas
gambitas, unas aceitunitas, con la conciencia adormilada aunque se acabe de
cometer un crimen.
Porque ése es el quid del
asunto. La maldad nace, se reproduce en los cerebros podridos y se manifiesta
de muchas abominables maneras. Pero el Mal es siempre el mismo.
Quien decide abandonar a un
perro exponiéndolo a varios tipos de muerte atroz, con todo el minucioso
trabajo criminal que conlleva, es perfectamente capaz de cualquier cosa. Ese
tipo es un enfermo grave, que precisa tratamiento inmediato, con reclusión, sin
duda. Hay que protegerse de él, hay que protegerse del Mal encarnado en un
sádico que desprecia la vida de sus semejantes, a quienes expone a un accidente
mortal, y de un perro que, sin duda, lo miró tantas veces como se mira a un
dios. Mucho cuidado con él, con ella, con ellos, con ellas. Son gente mala,
esencial y completamente mala, capaz de perpetrar cualquier horror.
No es fácil matar a un perro.
Se precisa antes el largo proceso de convertirse día a día, paso a paso, en un
acabado y grandísimo hijo de puta.
Fuente: La
Nueva España
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