martes, 11 de diciembre de 2012

No es fácil matar a un perro


Por: Francisco García Pérez
ESPAÑA    26 DE MAYO DE 2010
Casi atropello a un perro en el viaducto de Fontecha, en la Autovía de la Plata, en la provincia de León, en una reciente mañana de mayo, con 33º de temperatura exterior. Vi el volantazo del coche que me precedía, di mi propio volantazo, esquivé por un pelo al infeliz, pero tuve tiempo de ver su cara, los ojos de aquel setter condenado a muerte inminente, en medio de la calzada, aguardando el fatal despiste de otro conductor o el golpe de calor definitivo que lo acabase, como su lengua ansiosa mostraba. Por ello, porque mal duermo desde entonces con la imagen de ese perro, en ese instante tan fugaz como permanente va a ser para mí, no quiero largarles un rollo sobre la bondad canina. Quiero hablarles del Mal.
No es fácil matar a un perro abandonándolo en una autovía. Es muy complicado.
Requiere planificación, conjura familiar, alevosía, decisión para el crimen, ausencia total de escrúpulos, cobardía infinita, amoralidad más que inmoralidad, desprecio por la vida de ese animal y de los animales humanos que, como yo, estuvimos en un tris de comernos la barandilla del puente y quedar allí secos.
Requiere ser malo de una pieza, requiere estar poseído por el Mal.
Me gustaría que imaginasen la escena: un canalla decide que su animal estorba, que molesta, que ya no sirve. Hay que eliminarlo. No hay valor para darle matarile cara a cara, ni tiempo para acogerlo en una perrera. Entonces, logrado el acuerdo de su familia y de sus allegados (que no preguntarán qué ha sido del perro, que mirarán para el lado de los cómplices silenciosos del verdugo), el grandísimo miserable decide exponerlo a una muerte segura.
Pero no es fácil: hay que subirlo al coche con engaños (los perros olfatean las catástrofes); hay que ponerse al volante consciente de lo que se va a hacer; hay que estacionar el vehículo; bajar a quien tantas veces nos dio lametones de cariño, a quien aguardaba nuestra llegada a casa como la gran fiesta del día; escapar raudo; no mirar por el retrovisor; pararse a tomar una cervecita, quizá con unas gambitas, unas aceitunitas, con la conciencia adormilada aunque se acabe de cometer un crimen.
Porque ése es el quid del asunto. La maldad nace, se reproduce en los cerebros podridos y se manifiesta de muchas abominables maneras. Pero el Mal es siempre el mismo.
Quien decide abandonar a un perro exponiéndolo a varios tipos de muerte atroz, con todo el minucioso trabajo criminal que conlleva, es perfectamente capaz de cualquier cosa. Ese tipo es un enfermo grave, que precisa tratamiento inmediato, con reclusión, sin duda. Hay que protegerse de él, hay que protegerse del Mal encarnado en un sádico que desprecia la vida de sus semejantes, a quienes expone a un accidente mortal, y de un perro que, sin duda, lo miró tantas veces como se mira a un dios. Mucho cuidado con él, con ella, con ellos, con ellas. Son gente mala, esencial y completamente mala, capaz de perpetrar cualquier horror.
No es fácil matar a un perro. Se precisa antes el largo proceso de convertirse día a día, paso a paso, en un acabado y grandísimo hijo de puta.

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