Por: Carlos M. Duarte
Profesor de Investigación del CSIC en el Instituto
Mediterráneo de Estudios Avanzados (IMEDEA)
ESPAÑA | 6 DE SEPTIEMBRE DE 2014.
Al destacar diferencias
entre los ecosistemas polares del Ártico y la Antártida, es común afirmar, -lo
cual es cierto- que en el primero no hay pingüinos, mientras que en el segundo
no hay osos polares. Sin embargo, el termino "pingüino" deriva
de una especie ártica, cuyo nombre científico es el Pinguinus impennis,
llamado alca gigante o gran pingüino en español.
Esta ave estaba
distribuida desde latitudes templadas en el Atlántico Norte hasta el Ártico.
Tuve ocasión de contemplar un especimen disecado en la sede del Instituto de la
Naturaleza en Groenlandia (en la fotografía abajo a la derecha). Se trataba de un ave marina de
gran talla, superando los 50 cm de altura, y, como los pingüinos del hemisferio
sur, inicialmente llamados pájaros bobos, incapaz de volar y torpe en tierra
aunque muy ágil en el agua y, por lo tanto, extremadamente vulnerable a los
cazadores y a aquellos que robaban los huevos de sus nidos.
Ejemplar disecado de
Pinguinus impennis
conservado en el Instituto de la Naturaleza de Groenlandia (Nuuk). Foto de Carlos M. Duarte |
El Pinguinus impennis
se extinguió en 1844 debido a la caza, robo de huevos y al afán de museos y
coleccionistas de hacerse con uno de los últimos ejemplares existentes. Es
entonces cuando la afirmación de que no hay pingüinos en el Ártico deviene
trágicamente cierta. Y digo trágicamente porque la extinción de una especie
debido a la estupidez humana es ciertamente una tragedia irreparable, sin
marcha atrás, y que se debe frecuentemente a la más absoluta ignorancia.
Leyendo literatura sobre
cambios en el Ártico para un proyecto científico en el que estoy inmerso, me
topé con una descripción de la extinción de Pinguinus impennis por la
muerte de la ultima pareja conocida que quiero compartir con los lectores de El
Huffington Post como ejemplo de las
dramáticas e irreversibles consecuencias de la frustrante ignorancia humana.
El ornitólogo sueco
Sven-Axel Bengston recoge en su articulo de 1984 sobre la extinción del Pinguinus
impennis un diario de Mr. J Wolley que describe cómo una partida de
islandeses desembarcaron en la punta Edley, en el suroeste de Islanda, entre el
2 y 5 de Junio de 1844 para dar caza a los dos últimos ejemplares de Pinguinus
impennis y destruyeron ademas sus últimos huevos. El pasaje reza así:
"Al subir a la cima, los hombres vieron dos alcas gigantes entre un numeroso grupo de aves marinas e inmediatamente se pusieron a perseguirlos. Las alcas gigantes no mostraron ninguna intención de rechazar a los intrusos, pero inmediatamente corrieron hacia el borde del acantilado, con sus cabezas erectas y sus pequeñas alas extendidas. No emitieron ningún ruido de alarma y se desplazaban con cortos pasos no más rápidamente de lo que un hombre puede caminar. Jon Brandsson acorraló a una de las aves y se hizo con ella. Signurdr Islefsson y Ketil Ketilson persiguieron a la otra ave, y de nuevo la acorralaron al borde del acantilado, que se elevaban muchos metros sobre el agua. Tras apresarla, Ketil Ketilson regreso a la colonia y vio un huevo de Alca en el suelo y al tomarlo comprobó que estaba roto."
Estas dos aves, los
últimos ejemplares de Pinguinus impennis, fueron vendidas a un
comerciante acabando sus cuerpos y órganos en la colección del Museo de
Zoología de la Universidad de Copenhage, donde aún se conservan en formol. La
lectura de este pasaje me sumió en una profunda tristeza y melancolía, no solo
por constatar la ignorancia, brutalidad y codicia que llevaron a la extinción
del Pinguinus impennis, sino porque no pude rechazar la idea de que ese
mismo o parecido episodio volverá a ocurrir en pleno siglo XXI, y probablemente
esté ocurriendo ahora mismo.
Dibujo de Pinguinus Impennis Imagen de la Wikimedia |
Lamentablemente, el
instinto de causar muerte a otros seres vivos, incluidos los de nuestra propia
especie, sigue estando terriblemente enraizado en el ser humano. De hecho, las
elevadísimas tasas de extinción actuales, debidas en su mayor parte a la
destrucción de hábitat, han llevado a la comunidad científica a afirmar que nos
encontramos inmersos en la sexta gran extinción, una que no está causada
por cataclismos sino por la ignorancia de una especie dotada de una enorme
capacidad y voluntad de destrucción.
Descansando este verano
tras una hora larga de buceo en apnea admirando la vida marina en la todavía
bien conservada costa norte de Menorca, pude observar cómo tres hermanos,
posiblemente entre 7 y 10 años de edad, capturaban y daban muerte a cuantos
cangrejos, erizos de mar y estrellas de mar que conseguían capturar. Se
lamentaban de no poder hacer lo mismo con los peces, a los que no conseguían
atrapar, ante la indiferencia de sus padres, que conversaban en una roca junto
al lugar de esta matanza.
La excitación de estos
niños por la captura y muerte de cuanto animal marino caía en sus manos me
retrotrajo a recuerdos de la infancia, en la que compartía esa misma excitación
por la captura de todo tipo de animales marinos. Y es que el marisqueo ha sido
una actividad humana desde hace más de 250.000 años, con lo que es normal que
la predación de la vida marina sea un instinto innato. Aunque curiosamente
diría -como observación personal por la que podrían tacharme de sexismo- que
ese instinto de destrucción está mas extendido entre los niños que las niñas,
habitualmente mas respetuosas con la vida marina, posiblemente fruto de una
educación diferencial temprana.
Mientras que el maltratar
o dar muerte a animales puede ser un instinto innato en los niños, corresponde
sobre todo a los padres, y también a los educadores, reconducir esa fascinación
y excitación por la vida marina desde la tortura y muerte de los animales, a su
conocimiento y observación como vía hacia el respeto. Esto parece aún un
objetivo lejano en una sociedad particularmente cruel con los animales, con
costumbres tan injustificables como el toreo como seña cultural nacional.
Cuando era adolescente
oía, e incluso llegué a ponderar como legítimos, los argumentos que se esgrimen
típicamente para justificar la carnicería del toreo: que sin el toreo el toro
de lidia desaparecería, que si el toreo ha inspirado expresiones artísticas que
sin esta actividad no se hubiesen gestado. Basta contemplar la litografía
titulada 'Diversión de España', de la serie Los toros de Burdeos de
Goya, para darnos cuenta de que el artista no quiere ensalzar esa actividad,
sino que a través de ella refleja la brutalidad e ignorancia del pueblo
español. El verdadero amante de los toros no tendría inconveniente en seguir
manteniendo en sus cortijos toros de lidia simplemente por el placer de
contemplar esos bellos animales sin que sea para ello imprescindible la
continuidad de las corridas de toros.
Argumentos similares se
suelen esgrimir en defensa de la caza, que presentan a los cazadores como los
primeros defensores de la naturaleza, llegando a alabar el papel de los cotos
de caza en la conservación de nuestro patrimonio natural, cuando existen
figuras de protección como parques nacionales que no requieren que en ellos se
mate animales por placer para conseguir su conservación.
Tragarse estos argumentos
absolutamente falaces y cínicos solo es posible en un pueblo ignorante,
hipócrita y también cobarde, pues nada tiene de valiente torturar o matar
animales por el placer que su contemplación ocasiona en el público o en el
cazador. Un pueblo educado y culto busca la inspiración artística en otras
fuentes, no en el sufrimiento y muerte de los animales.
La comunidad científica
española de biólogos o ecólogos no es ajena tampoco al afán coleccionista de especímenes
para conservar en colecciones, o de muestras para analizar. Incluso cuando esta
conlleva daños a especies protegidas. Al toparme en el pasado con colecciones
científicas en instituciones científicas españolas, cuyo valor se explica por
el hecho de que contienen especies o subespecies ya extintas, no pude evitar
preguntarme si estas extinciones se produjeron precisamente para nutrir las
colecciones, como ilustra el caso del Pinguinus impennis.
El autor de este artículo |
Recientemente oía unas
declaraciones de una especialista en violencia de género que se lamentaba de
que el instrumento más poderoso para prevenirla, la educación en el respecto de
genero, había sido borrada de un plumazo de los contenidos de la nueva ley de
educación. Igualmente, cabría preguntarse qué contenidos sobre respeto de la
naturaleza y la biodiversidad tienen los nuevos planes de estudio.
Únicamente la educación,
impartida desde los primeros años en casa y la escuela, es capaz de asegurar el
respeto por las diferencias, sean estas de género, de opciones sexuales,
étnicas, de creencias o las diferencias más profundas en la diversidad de
formas de vida. Se trata, al fin y al cabo, de convertir la diversidad,
incluida la biodiversidad, en un valor que provoca interés y deseo de
comprender, no en una amenaza a destruir.
Fuente: Huffington
Post
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