viernes, 28 de diciembre de 2012

Adiós a los toros


Por: Carolina Sanín
COLOMBIA    30 DE ENERO DE 2011
La primera columna de opinión que escribí para este diario, hace dos años, fue una defensa de las corridas de toros. Pero antes de meterme de columnista, cuando vivía en España, fantaseaba con tener acceso por una vez a algún periódico para publicar mi amor por la tauromaquia y explicar que el foco de ese amor era siempre la bestia, el torero nunca. 
Conservo de la época un cuaderno lleno de comentarios legos sobre faenas que vi en Bogotá, en Madrid, en Barcelona, en Sevilla, en televisión y en extenuantes exposiciones de Picasso; de frases de cronistas, versos de Lorca y pasajes de Chávez Nogales y, sobre todo, de mis teorías peregrinas sobre los toros.  Notaba la miopía de Hemingway, que había visto en el matador a un hombre ultra viril, y me complacía saber que, por el contrario, el torero imitaba una imagen de la mujer: travestido, con los testículos desplazados, aplastados, jugaba con el capote que hacía el papel de falda, azuzaba el feroz falo, luego daba la espalda —el culo— a la deseada bestia, para enfrentar, con los brazos levantados, el aplauso de los otros machos de los tendidos, y por último sacaba el estoque (ole, ¡ella también tenía pene!) y en la aorta del otro confirmaba el tremendo temor masculino —el tremendo deseo— de la penetración.
Pero mi interpretación de la corrida quería escapar al orden simbólico. Yo despreciaba la manida figura de las tinieblas y la luz, de lo civilizado contra lo salvaje. Si había que seguir toreando, esto se debía justamente a que la corrida era la única ceremonia de nuestro tiempo en la que no se pretendía representar sino presentar algo. Y lo que se presentaba era nuestra experiencia inenarrable de la muerte, y el anacrónico imperio del sacrificio sobre el consumo. 
Admiraba de la corrida la versión de “faena” que proponía: un trabajo que no producía otra obra que un cadáver. Me interesaba también la paradoja de la educación que parecía poner en evidencia: a través de la lidia, el toro, que nunca antes había estado en una plaza, aprendía a ser toreado; es decir, aprendía a ser lo que hasta entonces había sido a sus espaldas: un toro de lidia; y justo cuando lo aprendía, descubría que ese destino de transformarse en sí mismo coincidía con su final a manos de su maestro. 
La autora de este escrito
Me embelesaba esa usurpadora y fracasada labor creativa que tenía lugar en domingo, el día en que el Creador descansa: con la lidia, el torero hacía un animal, pero sólo podía hacerlo muerto. Me intrigaba además el escenario circular, con su telón reversible —la muleta— que se descorría una y otra y otra vez, indiferenciaba los ámbitos del espectáculo y el espectador, y sugería así una crítica del teatro. Veía en la corrida la búsqueda de la amistad imposible entre hombre y animal.
Todo eso. 
Pero un día vi que lo único que me inspiraba era el epílogo: cuando las mulas sacaban del ruedo el toro muerto; ese momento en que ellas y él estaban solos en su funeral inexistente. Al rato, aparecieron los perros en mi vida: Sadie, Julio, Lucy, Cosme, Damián, Dorita y Dalia, y aprendí a verlos vivir. Empecé a mirar los gozques que rondan en Bogotá la sede de la Academia de la Lengua, los caballos de tiro de los cartoneros, que, hacia las dos de la madrugada, pastan sin carreta en los separadores de las avenidas de mi barrio, y los animales olvidados que arrastró la ola invernal. Leí a Elizabeth Costello. 
No tengo argumentos intrincados para opinar que las corridas deben acabarse. Baste con decir que creo haberme dado cuenta de que la compasión por los animales es el único signo de evolución que mi generación ha visto. Y por una obstinada confianza en el espíritu humano, me despido de los toros. Sin teoría literaria, pero, ahora sí, con amor constante.
Fuente: El Espectador

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