sábado, 3 de noviembre de 2012

Yo no mato animales


Por: Natalia Gómez Quintero
MÉXICO    25 DE MARZO DE 2009
Querían obligarlos a matarlas pero ellos estaban decididos: no lo harían. Llegaron al salón y, de inmediato, los maestros les advirtieron que reprobarían por negarse a aplicar el método de la “eutanasia”. Y los expulsaron de la clase. Eran cinco estudiantes de la Facultad de Veterinaria de la UNAM que, por objeción de conciencia, se negaron durante su curso de Metodología Diagnóstica a simplemente “matar por matar”, sin anestesia, a gallinas sanas. Para ellos era una gran contradicción pues la eutanasia, que acelera la muerte del ser que sufre a consecuencia de males de salud, se realiza a desahuciados. Este no era el caso.
Ese 10 de septiembre de 2007, además de que 10 gallinas fueron sacrificadas, se gestó el inicio de una pequeña batalla emprendida por Arturo González, que a la par de luchar por los derechos de los animales peleó por una norma asentada en el Código de Ética de los Médicos Veterinarios Zootecnistas: no realizar actos que les causen daño emocional o que atenten contra sus principios y su propia conciencia, aun cuando se los solicite una autoridad, un cliente o un profesor.
¿Pero cómo un estudiante de veterinaria se iba a negar a matar a un animal durante una práctica? ¿Cómo iba a aprender si no era quitándole la vida a otro ser, como tradicionalmente se realiza en la institución? Para Arturo González, ahora de 23 años, es posible respetar la vida de los animales y, al mismo tiempo, desarrollar las habilidades que un médico veterinario debe tener. Utilizar un video donde se muestre la técnica a desarrollar, utilizar un software interactivo, conseguir modelos de anatomía clásica, utilizar gallinas plastinadas que son flexibles y abordar casos clínicos reales de gallinas enfermas que realmente necesiten un método de eutanasia son algunas de las posibilidades que Arturo considera pueden llevarse a cabo en las prácticas estudiantiles.
Rebeldes con causa
La lucha de Arturo, que va más allá de aprobar una materia, consiste en cambiar el método de enseñanza habitual en el que se maltrata y hace sufrir a los animales sin sentido. Este joven llevó estos argumentos y la defensa de su derecho de objeción de conciencia al Consejo Técnico de su facultad, instancia que el 23 de octubre de 2007, luego de casi un mes de los hechos, falló en favor del estudiante. Para su defensa, Arturo recurrió a la legislación existente, tanto nacional como internacional. Retomó el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos firmado por México, donde se señala que nadie será objeto de medidas coercitivas que puedan menoscabar su libertad de tener o de adoptar la religión o las creencias de su elección, así como manifestarlas en público como en privado, mediante el culto, la celebración de los ritos, las prácticas y la enseñanza.
Arturo, estudiante de séptimo semestre en ese entonces, estaba dispuesto a llevar su caso a instancias extraescolares. Y lo dejó claro al incluir, en su exposición de motivos, el artículo 46 de la Ley de protección a los animales del Distrito Federal, que señala que ningún alumno podrá ser obligado a experimentar con animales contra su voluntad, y el profesor deberá proporcionar prácticas alternativas para otorgar calificación aprobatoria. En el mismo artículo se advierte que quien obligue a un alumno a realizar estas prácticas contra su voluntad podrá ser denunciado.
Ya no matan gallinas en clase
La determinación de Arturo de llevar su caso a instancias legales orilló al Consejo Técnico a dar un fallo en favor de la causa de los cinco estudiantes. Les garantizaron por escrito que no serían afectados en sus calificaciones. Sin embargo, Arturo considera que la decisión de este órgano no tuvo la fuerza suficiente como para sentar un precedente y resolver casos similares en la Facultad. Pero también reconoce que dieron un paso adelante en la lucha por los derechos de los animales.
A casi dos años de este levantamiento, hoy existe un procedimiento no escrito: en la clase de Metodología Diagnóstica no se obliga a los estudiantes a matar a las gallinas y se pueden llevar anestésicos para practicar la eutanasia. Cuando el caso de Arturo llegó al Consejo Técnico ya era identificado por algunos profesores. Unos meses antes, sin saber qué significaba objeción de conciencia, el estudiante propuso ante la misma instancia que en Virología, donde se programan prácticas con “animales de laboratorio” (uno o dos huevos con un embrión de pollo vivo por alumno o una rata), se modificara el “Texto y Cuaderno de Trabajo Laboratorio de Virología”.
“En un análisis que hice sobre el manual de Virología argumenté cómo modificando cinco prácticas se salvarían cerca de 3 mil animales al semestre (ratoncitos y embriones de pollo)”, cuenta Arturo. Todo este esfuerzo lo hizo con el objetivo de que se dejaran de utilizar embriones de pollo vivos, o en su defecto se redujera significativamente la cantidad de estos animales en las prácticas pues, argumentó, carecen de bioética en cuanto a la utilización de animales en una cantidad excesiva e innecesaria, y hasta cierto punto inútil. En ese caso, aunque Arturo no estaba asesorado legalmente, sí logró reunir 200 firmas de compañeros que lo respaldaban en esta solicitud generando con ello que hubiera una disposición para que la forma de hacer las prácticas se cambiara. Sin embargo, hasta la fecha no se han modificado los procesos, pues algunos profesores argumentan que las alternativas no son suficientes.
El alcance de estos actos de objeción de conciencia ha llevado a académicos a identificar de manera sarcástica a la generación de Arturo como la que “no quiere hacer las cosas”. Pero Arturo se defiende y dice: “No es no querer hacer las cosas, sino hacerlas diferente y sin modificar el resultado de la buena calidad de la enseñanza”. Incluso, una vez resuelto su caso de objeción de conciencia, autoridades de la Facultad le indicaron de buena manera que “si Veterinaria no es lo tuyo, te asesoramos para que te cambies de carrera”. Pero no, Arturo tiene claro que Veterinaria es lo suyo. Hace unas semanas tuvo que matar a un borrego. Su muerte estaba justificada, dice, pues tenía varios tumores e insuficiencia respiratoria. “Después de que el profesor le aplicó la pistola de perno cautivo que sólo insensibiliza al animal, le corté la yugular y le di un fin digno. Es parte de mi trabajo que siempre lo desarrollaré con respeto a otro ser vivo, aunque su vida, como la de las gallinas, cueste 40 pesos”. natalia.gomez@eluniversal.com.mx

Fuente: El Universal


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