Por: Alejandro Herrera Ibáñez*
CIUDAD DE
MÉXICO • 31 DE ENERO DE 2009
Este 5 de
febrero se cumple un aniversario más de la Plaza de Toros México, lo cual
constituye una buena ocasión para preguntarse si debe hablar de la
“celebración” de tan lamentable espectáculo, o si más bien debemos hacer un
alto y revisar una tradición cultural que tiene como eje el sufrimiento
inaudito de toros y caballos.
Afortunadamente,
es cada vez mayor la conciencia del carácter atroz de un entretenimiento
público basado en el grave maltrato de un ser vivo. El abandono de las corridas
de toros como fuente de diversión requiere indudablemente un profundo cambio
cultural, que debe abarcar desde nuestros intelectuales y la clase media
ilustrada hasta los miembros de las clases altas y bajas que nunca se han
planteado seriamente esta problemática.
Hay un
movimiento de creciente sensibilización hacia el dolor de seres que pertenecen
a especies diferentes de la nuestra. Ello es también un claro indicio de que
Albert Schweitzer y Aldo Leopold tenían razón: en términos globales podemos
hablar de un paulatino progreso de la conciencia moral de la humanidad, que se
ha manifestado en la reprobación de, por ejemplo, el esclavismo, el racismo y
el sexismo.
Ahora nos
encontramos en el proceso de una reprobación global del especismo, tal como
éste ha sido caracterizado por el filósofo australiano Peter Singer en su
famoso y difundido libro Liberación
animal y en otros trabajos suyos. De acuerdo con su formulación, incurrimos
en especismo siempre que discriminamos a otras especies por el simple y único
hecho de que no pertenecen a nuestra especie. Cuando infligimos dolor a uno de
estos seres por la sencilla y brutal razón de que “no son como nosotros”,
estamos incurriendo en una actitud especista. En Liberación animal Singer se concentró en la denuncia y análisis de
dos casos paradigmáticos de especismo: las llamadas granjas-factoría y la
experimentación con animales. Pero es fácil ver que hay muchos otros casos de
falta de consideración hacia los animales, y que uno de ellos —paradigmático en
las culturas iberoamericanas— es la infelizmente llamada “fiesta brava”.
Singer formuló
un principio ético al que llamó “el
principio de la consideración igual de intereses”. Este principio permite
que respetemos las diferencias y que demos trato diferente a niños y adultos, a
mujeres y hombres, a humanos y no humanos. Pero todos estos grupos tienen
intereses, y a todos estos intereses debemos prestar igual consideración sin
ignorar las diferencias. Debemos, por ejemplo, prestar igual consideración al
interés de una mujer embarazada por alimentarse y al interés de un lactante por
alimentarse, pero no debemos olvidar las diferencias de trato que se siguen de
las diferencias de edad, de sexo, de la condición de embarazo, etcétera. El
toro tiene —como los otros animales no humanos— intereses que también deben
recibir igual consideración. Y, naturalmente, su principal interés —como el de
todo ser vivo— es conservar su vida y satisfacer sus necesidades básicas físicas
y sicológicas.
Un requisito
indispensable para tener cualquier interés es la capacidad de experimentar
placer y dolor, es decir, poseer sensibilidad. Y aunque no nos cabe la menor
duda de que, como cualquier mamífero con sistema nervioso central, el toro posee
dicha capacidad, los apologistas de las corridas de toros han hecho la bárbara
y descabellada afirmación de que en la corrida el toro no siente dolor. Tales
apologistas recurren al ejemplo según el cual, cuando alguien se lía a golpes
con otro, en ese momento no experimenta ningún dolor. El dolor, dicen, viene
después de la pelea, no durante ella. Según ese pobre criterio, no habría
ningún problema moral en el momento de golpear a alguien que se defiende (una
madre que defiende a sus hijos, por ejemplo). El problema sería aún menor si se
golpea o hiere a alguien que se ha entrenado para resistir cierto tipo de
agresiones.
La naturaleza,
en efecto, ha dotado a los seres sensibles con mecanismos de defensa que los
habilitan para hacer frente a situaciones que provocan estrés. Pero el estrés y
la angustia son formas de dolor que ponen en acción mecanismos que
insensibilizan sólo parcialmente, y nunca totalmente, frente a una agresión. La
vida es el tesoro de todo organismo sensible. Poner, por tanto, gratuitamente
en acción los mecanismos de defensa del animal constituye un atentado inmoral
contra su integridad, pues consiste en provocar un dolor inicial intenso que
desencadenará un mecanismo parcialmente protector ante la amenaza de la pérdida
de la vida.
Hay un
principio moral en ética que establece un deber cuya obligatoriedad a primera
vista está fuera de discusión. Dicho principio dice que no debemos torturar a
los animales por diversión. Dicho en palabras de otro filósofo, no es lícito
satisfacer nuestros intereses más triviales en detrimento de los intereses
vitales de otro ser. Matar para tener un trofeo o para lucir una estola de lujo
son ejemplos de dicha afectación de intereses vitales a favor de intereses
frívolos.
¿Y quién
negará la frivolidad que rodea al espectáculo de las corridas de toros o a la
cacería “deportiva”? ¿No van a la corrida las personalidades del momento para
ser vistas por la prensa y por el público, y con la esperanza de que un torero
les brinde la corrida para ser noticia al día siguiente en las páginas de los
diarios? Y así como “tanto peca el que mata a la vaca como el que le detiene la
pata”, tan cruel con el toro es quien lo banderillea, lo pica, lo marea o lo
mata, como quien muestra su beneplácito como espectador. Más aún, es la
crueldad complaciente del espectador la que hace posible el espectáculo. Los
medios de comunicación tienen una gran responsabilidad al fomentar en la
población esa crueldad.
Esta sociedad,
en su conjunto, se ha vuelto más sensible moralmente al sufrimiento de los
animales no humanos. Corresponde al defensor de éstos hacer todos los esfuerzos
a su alcance para que los legisladores comprendan que el hecho de que un grupo
minoritario de ciudadanos quiera lucrar y divertirse con el sufrimiento de
otros seres no es motivo suficiente para dejar impunes peleas de perros o
corridas de toros. Sabemos, sin embargo, que los cambios profundos y genuinos
son lentos. Debemos siempre insistir en la supresión total como única
alternativa, pero como somos conscientes de que ésta no se logrará de la noche
a la mañana, se han hecho propuestas que sirven de paliativos durante la
transición. Se ha propuesto, por ejemplo, que las corridas no sean transmitidas
en televisión o que se sólo se haga en horarios nocturnos.
Pero estas
medidas tendrían sólo el efecto de prolongar la enfermedad creando una
sensación ilusoria de curación. La sociedad tiene muchas maneras de
autoengañarse para lavarse las manos ante hechos inocultables. Lo único que no
sería un mero paliativo, sino sobre todo un torniquete que impidiese que la
sangre se contaminase sería la prohibición de la entrada de menores de edad a
las corridas de toros. No es posible, por un lado, educar a los niños en la
escuela inculcándoles sentimientos humanitarios y, por otro lado, ofrecerles la
ocasión de echar por tierra todo lo logrado, dando pábulo a esas fuerzas
violentas mediante la exhibición de actos crueles envueltos en cantos de
sirenas disfrazadas de luces y pasodobles.
Estamos, pues,
frente a un serio problema moral, y me atrevo a decir que —a diferencia de hace
algunos cuantos años— estamos en un periodo de transición en que la conciencia
del sufrimiento animal no humano va ganando terreno.
Hay quienes se
preguntan qué sentido tiene preocuparse por los toros si la humanidad tiene
problemas morales más urgentes. La respuesta es que las opciones para la lucha
contra la injusticia y la crueldad son múltiples; avanzar en uno de estos
puntos es conseguir la sensibilización en todos ellos. Luchar contra la tortura
del toro y el caballo es luchar por una superación moral de la humanidad que
indudablemente tendrá consecuencias positivas en otros campos en los que la
injusticia y la tortura deben también erradicarse.
* El Autor es Doctor en Filosofía
Fuente: El Universal
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