TOMADO DEL LIBRO “ESPAÑA NERVIO A NERVIO” (1963)
Su
vigor es su orgullo. Ama la luz porque la lleva en las venas. ¿Qué cosa es su
sangre sino aquellas luces purpúreas de los atardeceres y de las auroras?
El
sol que le calienta parece menos ardiente que él. En ciertos instantes sus
orejas se mueven aunque nada motivó su alarma, al parecer.
¿Nada?...
¿Imaginará su coraje que bien pudiera algo arrancarle su libertad?
Pronto
se calma el toro. Cree en él, seguro anda de que su fuerza respondería íntegra.
¿Quién, por otra parte, tendría placer en hacerle daño?
Y
acostado a su modo, las cortas patas delanteras dobladas de graciosa forma,
torpe, contempla la vasta dehesa, aspira sus olores bravos, que tienen mucho de
él mismo.
Y si
otros como él mugen allá lejos, él muge también con bramido sobrio, roncamente.
No le importa que nadie sepa que existe; a nadie, como el león, quiere aturdir;
es que su voz robusta le ofrece, el placer de su sangre vibrante, de su vigor
presto.
A
nadie amenaza. Más ese bramido en la soledad dice que costaría bien caro
gozarse en privarle de la ilusión de sentirse tan fuerte.
* *
* * *
Pero
unos hombres por hacer negocios, te metieron con engaños ruines en un cubil
angosto y negro. Perdiste la libertad y la noche se hizo, a la par que en tus
ojos, bravo toro, en tu noble corazón.
De
pronto, cierta mala tarde, el cubil se abrió delante de tus ojos. Era un
boquete extraño, por donde entraba un chorro de luz. La luz es la libertad.
Hirvió la sangre buscando a su amiga, y arrancaste hacia ella. ¿La luz?... ¡Oh,
no, bravo toro, la muerte!
Veinte veces mil hombres, amparados de todo
peligro, contemplan tu asombro, saciándose en tu rabia no sé qué escondidas
envidias de no ser como tú. Aquellos hombres habían dado por verte enfurecido
cantidades grandes de dinero que es en ellos fruto de trabajo difícil. Tú en el
centro de tu prisión circular gruñías tu ira justa, lanzando a los ijares,
temblorosos, surtidores de arena.
Al
principio nadie se acercó. Si tuvieras voz como tienes alma, les dirías que es
cobarde quitar la libertad y gozar de la rabia que el querer recobrarla produce.
Rugió tu indignación, bravo toro. Eras solo. Eran ellos miles y miles,
alineados en docenas de círculos de piedra, que iban a morir al ruedo trazando
una talanquera fatal para ti. Buscabas la salida.
Y un
fantoche montado en escuálida bestia, como tú mártir, te quiso impedir fueras
libre. ¡Ah, eso no! Arrojándote sobre ellos cayeron con estrépito. Sentiste
fuerte dolor en horquilla de tus brazuelos; pero en tus cuernos goteaba la
sangre de la bestia y el moharracho.
Viste
ante tu pujanza un bulto luminoso que parecía un hombre. Adornado de
lentejuelas y caireles de oro, como un anfodarca de opereta bufa, movía,
incitándote agresivo, su magra masa colorida. ¿Qué quería de ti el pretencioso
bestiario? Preciso era verlo.
Volaste
hacia él sin miedo. Podía ser la muerte; pero ¿no eres tú el animal que
prefiere la muerte a la servidumbre? El pelele luminoso giró sobre los huesos
de sus caderas, y tú rompiste la carrera inexorable derrotando en el vacío; los
vuelos de un trapo teñido con los vómitos de una raza decrépita te habían
engañado.
La
vergüenza del luchador noble te hizo revolver y atacar de nuevo; pero otra vez
tu noble cabeza dio un formidable hachazo al viento. Lucha cobarde. No, así no
se combate.
Entonces,
ya rehecho a pesar del dolor tremendo de las vértebras de la cerviz, conociste
la miseria del enemigo y fuiste a él como un rayo. El hombre tembló y huyó de
ti, bravo bicho.
Corría
bien el hombre vestido de marioneta. Gritaba la muchedumbre, doblemente cobarde
en su miedo ruin. Le alcanzaste. Aquel hombre, casi descalzo para librarse
pronto, quiso poner entre tu justicia y su majeza un ridículo obstáculo de
madera. De acero fuese y no se librara. Hundió el testuz aquella masa y
cedieron la madera y la carne. Las astillas de la valla se tiñeron con la
sangre del bestiario.
Sin
embargo, bravo toro, el engaño indigno del hombre pudo más que el valor de tu
raza. Te pincharon cien veces y la sangre roja, tan roja, caía por tus lomos,
embelleciendo tu martirio.
Te
dolían las vértebras de correr casi siempre en ramas de espiral, en
trayectorias de parábolas cortas; cuando descansabas, ¡oh qué estertor el de tu
cuerpo! La plebe ponía en tu belleza sangrienta y firme sus ojos innobles, y
los varones de los tendidos envidiaban tus oscilantes trofeos de macho.
Sonó
un metálico pataleo. Cegaba el sol. Vociferaba el populacho. Pedían tu muerte,
vencer con ella la bravura que les irritaba aunque mintieran alabarla. La
envidia de tu poderío les escarbaba en la nuca. Y avanzó el verdugo.
¿Iba
solo?... No, toro bravo; no. Iba con él toda una raza que ha caído de muy alto,
y en el pecho del pálido bestiario, la imagen del oro, del amor y de la fama,
con que esa raza paga a los que la divierten, explotaba como chispa de motor.
Muchas
veces lograste, bravo toro, imponerte al verdugo, diestro en engañar; más la
muerte te sorprendió. Velaba el hombre y cuando pudo, hundió el estoque en la
aorta hasta el puño. Viste la tempestad de gloria. El pueblo se miraba imbécil
en el cromo vil del lidiador, y orgulloso de tu vencimiento, glorificaba su
propia impotencia.
¿Caíste?
No. Pudo ver el pueblo que eras digno de ti mismo. Oscilabas sobre tus patas
tensas en la rigidez de la muerte. No querías morir así; así no se muere.
Hubieras dicho si tu lengua fuera como la nuestra: “Así no se mata”
Entretanto,
una música desacorde envilecía más la borrachera cruel de la canalla. Y cuando
muerto te volvías al cubil, te aplaudieron. El pueblo, que vitoreaba al hombre
máscara, verdugo tuyo, hizo salvas en honor de tu sangre también.
Bufa
latinidad…
Eugenio Noel
Escritor y periodista español
(1885 - 1936)
Escritor y periodista español
(1885 - 1936)
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